Rodolfo Mondolfo. Prólogo a Figuras e ideas del Renacimiento.

Título: Figuras e ideas del Renacimiento.

Autor: Rodolfo Mondolfo.

Autor de la introducción: Rodolfo Mondolfo.

Edición:

Publicación: Buenos Aires.

Editorial: Losada.

Año: 1954

Páginas: 286

 

Prólogo

Cuando presenté, en 1947, mi libro Tres filósofos del Renacimiento, expresé en el prólogo mi confianza en que los muchos amigos de la filosofía y la cultura, con que cuenta América latina, pudiesen interesarse por las figuras de Bruno, Galileo y Campanella, sobresalientes en la luminosa época renacentista. Agotada ahora esa edición, la confirmación, dada por el hecho a mi esperanza, me alienta a agregar a los ensayos de entonces, revisados y ampliados en base a nuevos documentos y estudios, cuatro nuevos, sobre puntos y aspectos de la misma época, que me parecen de no menor importancia: Leonardo teórico del arte y de la ciencia; La idea de cultura en el Renacimiento italiano; El Renacimiento italiano y la filosofía moderna; El método galileano y la teoría del conocimiento. Mi libro se presenta, por lo tanto, duplicado con respecto a la edición anterior, y con título modificado para responder a su nuevo contenido; pero permanece invariada mi esperanza de que pueda seguir interesando al público, tal como en su primera edición.

 

 

Rodolfo Mondolfo. Prólogo a Tres filósofos del Renacimiento.

Título: Tres filósofos del Renacimiento.

Autor: Rodolfo Mondolfo.

Autor de la introducción: Rodolfo Mondolfo.

Edición:

Publicación: Buenos Aires.

Editorial: Losada.

Año: 1947

Páginas: 188

 

Prólogo.

Bruno, Galileo y Campanella –tres de las figuras más sobresalientes de le época luminosa de la historia espiritual de Occidente, que ha merecido el nombre de Renacimiento (gloria especialmente italiana)- Son acaso los pensadores de ese periodo que más extensa e intensa influencia han ejercido sobre los desarrollos ulteriores de la filosofía y la ciencia modernas.

Por eso su personalidad y su pensamiento no dejan de despertar la preocupación de investigadores e historiadores; y por eso confió en que los ensayos que siguen, y trata de proyectar alguna luz nueva en la interpretación y valuación histórica del pensamiento de aquellos, puedan presentar algún interés para los amigos de la filosofía y la cultura, tan numerosos en América latina.

Eugenio Ímaz. Estudio preliminar a Utopías del Renacimiento.

Título: Utopías del Renacimiento.

Autor: Moro/Campanella/ Bacon

Autor de la introducción: Eugenio Ímaz

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Fondo de Cultura Económica.

Año: 1941

Páginas: 348

 

Topia y utopía.

I

Entonces el bufón empezó a bromear en serio, y ahí estaba en su elemento.

 

Utopía: no han tal lugar, traduce Quevedo en el prólogo a la versión, expurgada, que en 1627 hizo don Gerónimo Antonio de Medinilla y Porres de la obra de Tomas Moro. News from Nowhere pone como título a su obra moruna William Morris, en el siglo XIX, escogiendo de esta manera entre Moro y Marx y poniéndonos utópicamente de bruces ante la actualidad de Moro.

Por lo del lugar imaginario la palabra y concepto utopía, utópico, se han contagiado de quimera y la infección ha sido constatada por los doctores al diagnosticar la diferencia entre socialismo utópico y socialismo científico. Y, así, resulta utópico lo que, para la ciencia del día, no es científico, descuidando que fue la ciencia de su tiempo la que dio origen a la Utopía.

Al hablar de utopía todos pensamos remontando fuentes, a la República de Platón. Como pensaron los mismos Moro y Campanella. Y, sin embargo, la utopía de Platón no está en la República, sino en las Leyes. Al final del Libro V de la República, Platón, como tantas veces, pone los puntos sobre las íes. Los interlocutores de Sócrates le han ido escuchando su plan de república perfecta y se muestran encantados. Pero… ¿es posible semejante república? “Si yo me abandono un instante, responde Sócrates, viene sobre mi vuestro ataque, y un ataque implacable. A duras penas me he librado del primero y del segundo asalto, y me parece que no os dais perfecta cuenta de que este tercero es el más fuerte y peligroso. Reconoceréis luego que era natural cierto temor y vacilación ante una proposición tan extraordinaria como esta que ahora tengo que explicar e investigar”. En el sobresalto que siente Platón siempre se le invita a transponer el puente entre el mundo de las ideas y el mundo sensible, el mismo sobresalto que le hará exclamar después de relatar el mito de la caverna: “¡solo Dios sabe si mi vislumbre es cierta!” Sobresalto que desvela su angustia metafísica. “¿Es que un pintor, después de haber delineado con arte consumado el ideal de un hombre perfectamente bello, será el peor porque es incapaz de mostrar que un hombre semejante pudo haber existido nunca? Cierto que no sería el peor. Pues bien, ¿no estamos trazando en palabras el modelo de una república perfecta? ¿y será nuestra teoría una teoría inferior porque seamos incapaces de probar la posibilidad de una cuidad ordenada den la manera descrita? — ¿Es que es posible ejecutar una cosa tal como ha sido descrita? ¿Es que la palabra no expresa más que el hecho, y lo real, piensen lo que quieran los hombres, no queda siempre, en la naturaleza de las cosas, por debajo de la verdad? No tenéis, pues, que insistir en que os pruebe que la república real coincidirá en todos sus aspectos con la idea: si somos capaces de descubrir cómo una cuidad puede ser gobernada de manera aproximada a la que nosotros nos proponemos, tendréis que admitir que hemos descubierto la posibilidad que me pedís”

Y la manera como una cuidad puede ser gobernada acercándose, “siento casi” – inmensidad de un casi: el chorismos o abismo que separa a los dos mundos—la república perfecta es “que los filósofos serán reyes o los reyes y príncipes de este mundo tengan el espíritu y poder de la filosofía”. Lo mismo que repetirá en su conocida séptima epístola, de su senectud, cuando confiesa su desencanto juvenil con la carrera política, por la que había sentido tan profunda vocación. Si no se atiende este consejo político “jamás las ciudades podrán despojarse de sus males – no, ni tampoco el género humano, según creo- y sólo con él esta nuestra república tendrá una posibilidad de vida y verá la luz del día”.

Si Platón en la República habla como filósofo, en las Leyes como filosofo-rey. Aquí está su utopía: su República de “no hay tal lugar” pero “puede haberlo”, por ejemplo,  cuando se trata de fundar una colonia; su programa de acción: “sería demasiado pedir a hombres nacido, alimentados y educados como lo son hoy día, que nuestros ciudadanos repartan entre si la tierra y las habitaciones” (Leyes, Libro V). Utopía y no quimera, realidad y no idea: pensamiento terrenable, como la Utopía de Moro.

La confusión se alimenta de dos fuentes: Aristóteles, en su Política, hace la crítica de la comunidad de bienes y de mujeres, es decir, de la república ideal de Platón, basándose en su irrealizabilidad o ultraterrenalidad. Ahora bien: Platón no proyecta esa comunidad en la utopía de sus Leyes. Aristóteles, mercede a su querencia empírica, ectoplasmiza las ideas y arremete contra fantasmas. La otra fuente de confusión está en el mismo Moro. En las últimas páginas del primer libro de la Utopía encontramos el pendant perfecto del pasaje referido del Libro V de la República. Su análisis nos daría la intención esencial del libro y de lo utópico y, al mismo tiempo, la comunidad genérica y la diferencia especifica con la que hemos designado como utopía platónica. El portugués del cuento –Rafael Hitlodeo-, que relata y presenta como ejemplo lo visto por él en Utopía, exclama en el curso de la conversación: “Eso pensaba yo al decir que no hay lugar ante los príncipes para la filosofía”. Y el mismo Moro replica: “Sí que lo hay, pero no para esa filosofía especulativa que hace que todo sirva para todos los tiempos”. Existe otra filosofía del “mal menor” que permite gobernar la nave del Estado en las borrascas constantes de la vida. Pero el utopista moderno, Hitlodeo-Moro, no fía la receta que Platón conserva, como ilusión de juventud, a pesar del desengaño con Dionisio, ni admite, cristianamente, el malmenorismo: la aborrascada vida de su tiempo, el maquiavelismo avant la lettre de los príncipes y del Papa, la voracidad de tierras de los señores ingleses –“los corderos se comen a los hombres”- le han enseñado a no esperar nada de la conjunción platónica rey-filosofo, porque la raíz de todos los males, según ha visto este cristiano, abogado de los ricos mercaderes de Londres, está en la propiedad privada. Y aquí viene la confusión otra vez: “cuando peso todas estas cosas [los abusos que viene de la propiedad privada] en mis pensamientos, me hago cada vez más partidario de Platón y no me asombra que no quisiera hacer leyes para aquellos que no quisieran someterse a una comunidad de todas las cosas”. Pero ya sabemos que Platón hizo leyes, precisamente, para los que no podían someterse a la comunidad de todas las cosas: para los griegos de su tiempo. La utopía, con Moro, aumenta sus pretensiones y la filosofía las rebaja.

El Mundus Novus de Américo Vespucio habla de pueblos que viven en comunidad y desprecian el oro, cosas que a un cristiano exasperado le hacen pen­sar en la comunidad apostólica. El filósofo, según Platón, lucha patéticamente con la ciudad. El que no haya habi­do ciudades organizadas por la idea de comunidad ha traído efectos catastróficos para la filosofía y para los fi­lósofos. Las naturalezas más nobles, destinadas al oficio heroico de la filosofía, o se corrompieron en contacto con la política convirtiéndose en las mayores criminales, o se hicieron inútiles por el destierro o la abstención. Así se vio la filosofía invadida de intrusos, que buscaban el brillo de su renombre. Pero cuando la ciudad esté or­ganizada el filósofo le será deudor y entonces se le podrá exigir que, luego de haber contemplado la cegadora luz del Bien, baje a la oscuridad de la caverna a guiar a los hombres encadenados, enseñándoles a descifrar el len­guaje de las sombras. El escepticismo de Moro por la fi­losofía especulativa y por el filósofo, tiene una supercompensación en su fe en la philosophia Christi, y así, la Imitación secular de Cristo exige más que la imitación erótica de la idea, y su utopía se atreve con lo que no se atrevió la de Platón: con la comunidad de bienes.

Los corderos se comían a los hombres y el filósofo cristiano no quiere que los hombres sean comidos por otros hombres disfrazados de corderos. Esto, después de Cristo, tiene que ser posible: por eso Hitlodeo le dice a Moro, es decir, Moro se dice a sí mismo: si usted hubiera estado en Utopía. El filósofo cristiano, el humanista cristiano ha estado en Utopía, ha estado en el otro mundo, en el Nuevo Mundo vespuciano. Su philosophia Christi no le ha llevado a la región de las ideas casi —inmensidad de un casi— realizables ni a la invisible y celestial ciudad de Dios sino a la corpórea y terrenal de los hombres, a Utopía, donde los hombres viven real y verdaderamente, terrenal y utópicamente en cristiano.

De Erasmo viene aquello de que no hay diferencia entre consejos y mandatos. Y Alfonso de Valdés, gran erasmiano, dirá: «¿Qué ceguera es ésta? Llamámosnos cris­tianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burle­ría ¿Por qué no la dejamos del todo?» E Hitlodeo-Moro, en estas páginas que comentamos: «Si hay que silenciar como insólito y absurdo cuanto las perversas costum­bres de los hombres han hecho parecer extraño, habría que («simular entre los cristianos muchas cosas enseña­das por Cristo, cuando Él, por el contrario, prohibió que se ocultasen y mandó incluso predicar las que susurró al oído de sus discípulos». Eran tiempos terribles, como to­dos en los que el mundo del hombre, la historia, rompe las duras cortezas del pasado y por las grietas rezuma acremente la lava que formará las futuras tierras de cul­tivo. Las ideas más hondas, tenidas por tales, descubren sus secas raíces y sólo los utópicos se preocupan de pre­servar la simiente.

Humanista cristiano. Erasmista. «La palabra ‘humanitas’ nació en aquella tertulia culta de Augusto donde la filosofía griega encontró cobijo y la literatura romana protección. Todo fue bien mientras el concepto cristali­zó en la palabra griega ‘philantropia’, pero al querer tra­ducir ésta al latín, surgieron las discusiones. Cicerón fue el inventor de la palabra ‘humanitas’ y en sus obras, puesta de moda, rueda con verdadera fruición de inventor. No es cierto, sin embargo, como Varrón afirma, que para el orador romano ‘humanitas’ fuese simplemente sentimiento que nos inclina a favor de la Humanidad. Cual­quiera que haya leído los escritos ciceronianos habrá po­dido observar que aquel término significa también lo que nosotros llamamos hoy ‘formación humanística’. Por lo demás, la palabra y su contraria ‘inhumanitas’, con los Adjetivos correspondientes, fueron abriéndose camino y desembocaron con todo su doble sentido en Séneca, maestro inmediato de todos los que después han recibi­do el calificativo de ‘humanistas’. En este sentido se encuentra en Erasmo y en su amigo Vives.»

Sabemos, así, que las humanidades tienen que ver con humanidad y ésta con el amor a los hombres y también que si decimos humanismo cristiano, lo hemos bautizado, pero no con un nombre sino con un adjetivo. En rigor: humanitas =filantropía. Humanidades: aquellos estudios que fomentan y depuran la filantropía o amor a los hombres. Humanista, el que florece en estos estudios de amor. Humanista cristiano: humanista bautizado pero adjetivamente: quiere decirse que, iluminado por la caridad, podrá transfigurar, divinizar su filantropía pero nunca ensombrecerla equívocamente con el fulgor de la gloria de Dios.

Moro ha estado en Utopía. ¿Han estado también Erasmo, los Valdés, Vives? Sí y no. El pensamiento humanis­ta cristiano es, fundamentalmente, utópico: su utopía, su programa de acción es la philosophia Christi. El ire­nismo erasmiano traza el camino imperial de la mínima unidad cristiana de doctrina y hace todo lo posible y lo imposible, en su visión «dantesca» de la situación, para que el emperador obligue al Papa a convocar un concilio. La dieta de Augsburgo da la razón a los fanáticos. La suer­te está echada y preparado el camino real para el Conci­lio de Trento: contra-reforma, palabra no reconocida todavía por el diccionario de la Academia. Como señala muy bien Bataillon, hubo en el grupo erasmita un ac­tuante mesianismo imperial, secular y pacifista. Además de la Querella Pacis de Erasmo tenemos dos grandes mo­numentos: el Concordia y discordia de Vives y los Diálo­gos de Alfonso de Valdés; el De corruptis Arfibus y el De tradendis Discipliniis son la utopía pedagógica de Vives; en el Diálogo de doctrina cristiana de Juan de Valdés te­nemos la utopía estrictamente religiosa. Pero ciñámo­nos a las utopías políticas. En 1515, Erasmo, nombrado consejero del archiduque Carlos, gobernador de los Paí­ses Bajos, escribe para el joven soberano la Institutio Principis Christiani. Hacia el año 1529 debemos colocar la redacción definitiva del Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, que contiene la asombrosa historia del rey Polydoro. En vez del político-filósofo, del rey-filósofo platónico, tenemos al rey-filósofo cristiano. Polydoro se ha convertido de un cristiano de tantos en un verdadero cristiano, en un cristiano utópico y es, así, un rey-filósofo cristiano. En vez de la organización detallada de las Leyes tenemos un espíritu de paz y justicia, radical, secularmente cristiano. Como nos dice el mismo Valdés, él quisiera que todas las cosas fueran buenas en este mundo (Diálogo acerca de las cosas que ocurrie­ron en Roma). Pero siendo utópicos Valdés y Erasmo no han estado en Utopía, ese «lugar que no hay» pero adon­de podría irse. Porque es un lugar, pues no se halla, como la República, en el mundo inteligible, ni, como el reino de Polydoro, en el de la conciencia, sino en este mundo terreno y lugareño. «Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos, usted confesaría que nunca vio un pueblo tan bien constituido como aquél.» La utopía de Moro es institucional y, por ello, menos utópica, en el sentido banal del vocablo, que la de sus colegas Erasmo y Valdés: que no haya propiedad privada para que la ambición, que hace del Estado una conspiración de los ricos, quede cercenada y así restablecida la comunidad, y que haya una libertad religiosa que, cristalizando en una reli­gión natural universal, haga ociosas las facciones y ase­gure de este modo la unidad de la comunidad.

Por entonces Américo Vespucio descubría el Nuevo Mundo a los europeos. La presencia de América ha hecho surgir la utopía, ha hecho posible el viaje de Hitlodeo, compañero imaginario de Américo Vespucio. Rafael Hitlodeo —»hábil narrador»— había viajado, nos dice Moro, mejor que a lo Ulises, a lo Platón. Pero Platón puso entre el mar y su utopía la distancia de quinientos estadios. Rafael, con Vespucio, buscó por el mar. Buscó la Atlántida que Platón nos da por perdida para siempre. En el Timeo evoca la Atlántida, pero no lo hace al desarrollar el mito cosmogónico del demiurgo sino al comienzo del diálogo, al resumir el anterior, que fue un diálogo político. Siempre que el filósofo se pone a excavar los verdaderos cimientos de la ciudad tiene que ir tan hondo que horada los mismos cimientos del mun­do: el principio y el fin del mundo, la edad dorada y la de hierro, Cronos «pastoreando a los hombres» y el mundo abandonado a sí mismo, acabándose y renaciendo cíclicamente. También Campanella, al edificar su Ciudad del Sol, nos habla del principio y del fin del mundo. Y Kant, con su hipótesis cosmogónica, verificada por Laplace, coloca la marcha de la humanidad hacia la ciudad ideal dentro de la historia deleznable del mundo y Engels deja temblar su visión quiliástica de la sociedad futura con la aprensión científica de un fin del mundo originado por la entropía. (Prólogo a su Dialéctica de la naturaleza.) ¿Qué «acto fallido» explica que Kant atribuya a Platón una utopía de nombre «Atlántida»? La Atlántida redescubierta le sugiere a Bacon el título de Nueva Atlán­tida para su figuración científica: «sería muy desdichado que, habiéndose descubierto y revelado en nuestro tiem­po ambas regiones de nuestro globo material, el globo espiritual permaneciera cerrado en los estrechos límites de los antiguos descubrimientos». Y, en el Novum Org­anum, interpreta en este sentido la profecía de Daniel. El mundo, «espejo de los enigmas de Dios», según el apóstol, fue en la Edad Media el escenario donde todas las criaturas representaban simbólicamente la historia sa­grada: la nuez era una prefiguración de la Crucifixión, y la mariposa emblema realista de la Resurrección. ¿En qué momento ese espejo empezó a reflejar los enigmas del hombre? ¿Cómo se le fue revelando el mundo como escenario de su historia? Laboriosa obra de siglos desde la culminación del XIII. Nos basta aquí y ahora señalar que, después del otoño de la Edad Media, al europeo le hubiera consumido la erupción de la primavera renaciente de no haber inventado —encontrado— a tiempo la Atlán­tida del Nuevo Mundo. Sólo el descubrimiento del Nue­vo Mundo —el descubrimiento de la utopía— hace po­sible a Europa conllevar aquella época terrible en la que, como nos dice Vives, «a causa de las continuas guerras que, con increíble fecundidad, han ido naciendo unas de otras, ha sufrido Europa tantas catástrofes que casi en todos los aspectos necesita una grande y casi total res­tauración». «Así España —dice Campanella— descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran sometidas a una sola ley.»

El joven investigador mexicano Silvio Zavala, en su estudio La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España (1937), ha llamado por vez primera la atención sobre un hecho que, a mi entender, reviste extraordinaria importancia: la influencia de la Utopía de Moro en los «hospitales» fundados por don Vasco de Quiroga. Ha llamado la atención y ha puesto en evidencia documental el al­cance de estas influencias. Para cualquiera que conozca las diversas interpretaciones, sin que falten las banales, que ha recibido el «utopismo» de Moro, este estudio de Zavala aporta un dato significativo: que la Utopía de Tomás Moro ha sido, además de la primera, la primera también que, con anticipación de siglos, es ensayada en la práctica y en suelo de América. Y que quien la ensaya, gran amigo del erasmista franciscano padre Zumárraga, primer obispo de la Nueva España, lo hace con plena conciencia de la intención «práctica» de Moro y con intuición fresca de que éste escribió la Utopía por haber conocido las condiciones de América.

Constantemente se le derriten los puntos de la pluma a Vasco de Quiroga al escribir en su Información en derecho (1531) que los indios son «blandos como la cera». Materia acuñable, como el infantilismo que nos recomienda el Evangelio. No quiere decir esto que Quiroga se haga ilusiones sobre la bondad de los indios. Pero tampoco se las hace sobre la edad de «hierro y acero» en que vive Europa. En Utopía no hay hierro ni tampoco, por entonces, en América, donde los hombres viven to­davía en la edad dorada. Utopía es una isla. Su capital, Amauroto, está, como Londres, a orillas de un río que la pleamar hace salobre. Se diría que ese «lugar que no hay» es un país superpuesto, en el sueño, con el doble perfil prometedor del cuarto creciente, diagrama de la inter­sección de dos mundos. Un lugar que no hay, porque está en dos lugares, en Inglaterra y en América, en dos mundos, el Viejo y el Nuevo, es decir, en todas partes, como el universal deseo utópico. El primer libro de la Utopía, actualista y crítico, insiste en el Viejo Mundo y el segundo, porvenirista y normativo, en el Nuevo. La edad dorada, de Heliópolis que nos revela Diodoro, tan reeditada en esta época por la incitación de América, la adámica de los cristianos, para los humanistas cristianos está prefigurada, más bien, por la vida de la pri­mera comunidad cristiana. Si a los utopianos les com­place la religión de Cristo es, sobre todo, porque encuentran la vida de esa comunidad muy parecida a la suya. Este es el punto en que el pensamiento humanista cristiano va más allá de sí mismo y llega a secularizar, terre­nar o utopizar el dogma de la redención y a materializar la invisible ciudad de Dios. La naturaleza humana ha sido restaurada por Cristo; el cristiano tiene o debe te­ner, si responde a su título, su naturaleza humana resca­tada. El cristiano, por primera vez, puede ser plenamente hombre. Puede, con la caridad, prolongar el amor a los de­más hombres que la naturaleza ha puesto en su seno, ha­ciéndole sociable. Es menester, pues, que lo sea plena­mente: como el rey Polydoro, como los habitantes de Utopía. «Si nos parece que esta doctrina cristiana es al­guna burlería ¿por qué no la dejamos del todo?» En el pasaje de Moro a que nos hemos referido, captamos en vivo la diferencia entre el sofos platónico y la cordura humanista. Entre la República y la Utopía. Entre las Leyes y la Utopía. Entre la basileia estoica y la erasmiana. Entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre o Utopía. Entre el malmenorismo jesuita y el bienmayorismo erasmiano. Entre dos «humanismos», el que trata de regir el mundo, a la mayor gloria del hombre, en nom­bre de la philosophia Christi y el que, a la mayor gloria de Dios, hace, entre sus «concesiones al siglo», la del humanismo.

En América y España estos dos humanismos se combaten acerbamente hasta que, con el triunfo del protestantismo en el norte de Europa, se precipita el del ande­rasmismo en el sur. Estuvo en un tris —inmensidad de un tris— que no fuera así. Los primeros años de la conquista conocieron en Nueva España el verdadero humanismo, el de raíces humanas y humanistas. Zumárraga y Quiroga manejaron un ejemplar de la Utopía (Basilea, 1518) que lleva anotaciones platonizantes al margen y que no ha sido manipulada como la edición de Lovaina de 1565 que posee ahora la Biblioteca Nacional. En 1550 fue la célebre controversia de Valladolid sobre los derechos de conquista. Controversia teológica que, aun en sus líneas apostólicas más puras —Las Casas— no pudo salvar el perfil de su sombra: concepto de guerras justas e injustas, atribución de soberanía al Papa. Pero Vives, en su Concordia anuncia un libro: «quizás de aquí proceda que nuestros conquistadores pensaron que los indios del Nuevo Mundo no eran hombres, de cuya injusticia pien­so tratar en otro trabajo». No lo escribió o se ha perdido, el caso es que la ausencia de este libro, del autor que dijo que la distinción entre guerras justas e injustas era una «trampa» por donde se colaban todos los príncipes gue­rreros, señala un vacío en la historia de América que hay que llenar con el pensamiento. En nombre de la caridad, y en el de Aristóteles, el «humanista» Sepúlveda justifica el derecho de los españoles sobre los indios por ser aquéllos de «ingenio más elegante». Vitoria duda en este punto, pero no en el de la religión: en nombre, también, de la caridad. En nombre de la caridad —philosophia Christi— proponía Erasmo que al bautizado se le preguntara, ya mayor, si quería continuar en la religión de sus mayores. En ese mismo nombre implanta Moro en Uto­pía la tolerancia con los ateos. Tenía razón aquel buen Padre que, en la reunión famosa de Valladolid —1527—en que se discutió la ortodoxia de Erasmo, se deshizo de las sutilezas cultas de los erasmistas con el argumento ad hominem de que él estaba seguro que el Cristo en que creía no era el mismo en que creía Erasmo. En efecto, dos philosophia Christi y, por consiguiente, dos imitatio Christi.

Philosophia Christi o evangelium aeternum, como se había dicho dos siglos antes durante el movimiento franciscano. El movimiento erasmista fue un movimiento fideísta. No es menester desfigurar los hechos históricos para sacarles todas las consecuencias. Basta con ser con­secuente. La controversia de las dos verdades atraviesa todo el pensamiento medieval como la disputa de las dos potestades toda su vida política. Cuando ese pensamien­to se estabiliza momentáneamente con la escolástica, la racionalización ha llegado a su límite y la fides quarens intellectum descansa con la obra lograda. Los misterios son impenetrables a la deficiente razón humana pero no irracionales. La invisible ciudad de los elegidos se estamentaliza o estatiza con el Régimen de príncipes. La línea contraria, que se había deslizado subterráneamente, aflora pujante con un Scoto y un Ockham y, después de consagrar el arbitrio divino, entrega el mundo y el Estado a la racionalidad del hombre. La bisectriz la trazan los erasmistas con su empeño racionalista y desmisteriador, con su philosophia Christi, filosofía en la que la prudencia, como dice Vives, se ha hecho cordura. En el segundo libro de la Utopía nos cuenta Tomás Moro por boca de Hi­tlodeo que, al tratar de averiguar en qué consiste la ver­dadera dicha y, por consiguiente, la verdadera moral, los utopianos mezclan con la filosofía, que se sirve de razo­nes, los principios de su severa religión, porque la razón humana es «insuficiente y débil para averiguar la verda­dera dicha». Pero esta razón humana, tan deficiente, re­clama, para su adhesión a los principios que le presta la religión, el poder fundarlos en razón. La terminal de esta trayectoria, la de la religión natural, la encontraremos en Kant, que, al someterse a la religión a los límites de la pura razón, la fundamentará en la razón pura práctica. Los dogmas de la religión cristiana sirven al propósito práctico y se mantienen en la medida en que este servicio los reclama: Dios y la inmortalidad como realidades prácticas y la vida de Jesús como paradigma moral. A la philosophia Christi corresponde una imitación de Cristo que, como puede verse en la Utopía, tiene muy poco del sombrío ascetismo kempista. La naturaleza, nos dice Ra­fael, empuja a los hombres a ayudarse mutuamente y, por la misma razón, a que cada uno busque también su propio contento como busca el de los demás. El ascetis­mo es respetado por Rafael, porque siempre hay que proceder con sumo cuidado en cuestiones de religión —¿acaso no quiso Dios ser adorado en diferentes religiones?— pero los utopianos se reirían de quien pretendiera demostrarles que la vida que llevan los «religiosos» que han hecho votos de castidad y de trabajos perpetuos es más razonable que la de aquellos otros «religiosos» que se casan y disfrutan honestamente de la vida.

El humanismo representa uno de los momentos culminantes en la historia del pensamiento humano. Podríamos anunciarlo como el albor de la filosofía moder­na y ponerlo en parangón con el de la filosofía griega, y a Moro, con su muerte, a la altura de Sócrates. Los dos már­tires auténticos de la filosofía, testigos de la razón ante la razón de Estado, de la utopía ante la topía: fe en la razón o razón en la fe, superposición exacta, en ambos casos, aunque de movimiento contrario; descubrimiento y re-descubrimiento. Moro, que es un político, persigue a los herejes, a los fanáticos, que en su estolidez llenan de su­persticiones la religión, como si no tuviera ya bastantes, y Sócrates, filósofo ambulante y de plazuela, persigue como un tábano a los políticos haciéndoles hablar para poner en evidencia su arrogante ignorancia. Por ser ami­go de los amigos de los treinta tiranos la democracia ateniense persigue hasta la muerte a Sócrates, y la malque­rencia de Ana Bolena mata a Tomás Moro. Ésta puede ser la explicación psicológica, que no va a ninguna parte. La verdad que interesa es que los dos mueren defendien­do la razón de república contra la razón de Estado. Y en este punto tocamos uno de los enigmas del destino hu­mano. ¿Quién tenía razón? «Para lo trágico auténtico es menester que las dos potencias en lucha estén justifi­cadas cada una por su parte, que sean éticas; tal ha sido el destino de Sócrates» (Hegel). Tal fue también el desti­no de Moro: las dos potencias en pugna tenían razón.

¿Cuál era la razón que defendía y por la que murió Moro? En el rompimiento con Roma veía el fracaso de la civilización europea, cuya exaltación es la Utopía; en la reforma de Enrique VIII y del alto clero y nobleza que le secundan, ve la consagración oficial y el exacerbamiento de 1as depredaciones que nos describe en el libro primero y que fueron la pesadilla de sus cristianas vigilias fo­renses, que alivió con el sueño humanísimo de la Utopía. Acaso también sabe cómo se está frustrando la gran ocasión de América, como lo veía utópicamente Quiro­ga. En fin, él, que no hizo otra cosa en toda su vida —y en toda su Utopía – que tratar de humanizar el fanatis­mo católico, se encuentra con el espectáculo de Alema­nia, avispero de todos los fanatismos.

Sin embargo, la historia iba por ahí. También, por consiguiente, la razón de Estado. Emancipación de Roma, atesoramiento de riquezas, nacionalismo; reforma, capitalismo y grandes potencias. Todo esto pedía la razón de Estado y para todo esto proclamaba El Príncipe su razón de Estado. ¿Se ha reparado en que, cuando Moro nos des­cribe a Utopía, Maquiavelo traza, con su buido estilo, el breviario de la razón de Estado, poniéndola al servicio de su nacionalista razón de Estado?

Los dos tienen la antitética conciencia de su obra. «Muchas repúblicas y principados —nos dice Maquiavelo— han sido imaginados que nunca se ha visto o cono­cido que existieran en realidad. Y la manera en que vivi­mos y aquella en que debiéramos vivir son cosas tan diversas que aquel que abandona la una para entregarse a la otra está más cerca de destruirse que de salvarse: por­que aquel que obra con un perfecto patrón de bondad en todas las cosas tiene que perderse entre tantos que no son buenos. Por consiguiente, es necesario que un príncipe que quiera mantener su posición, aprenda a ser otra cosa que bueno y a usar o no su bondad según la necesi­dad lo requiera.» La política europea de la época, sin ex­cluir, claro está, la de los antimaquiavélicos, nos dice a gritos que era Maquiavelo quien estaba en lo cierto, que tenía, por entonces, la razón de su parte: que era la parte del Estado y de la época. Pero ¿quién dé los dos tenía la razón del todo?

 

II

 

Ego tanquam Prometheus in Caucaso detineor

 

Campanella, en su apología de la Ciudad del Sol, comienza apoyándose en la autoridad del mártir Moro. La dife­rencia entre las dos obras salta a la vista. Si Moro instru­ye deleitando con el estilo más sabroso, sin despegar los pies de su humana Utopía, conduciéndonos a ella des­pués de un largo recorrido doliente por los ámbitos de su patria, Campanella nos coloca de rondón a las puertas de la ciudad, nos planta en medio de su visión metálica y luminosa. ¿Por qué se le ocurre, al hablar de la salud de los vigorosos heliopolitanos, decirnos que padecen mu­cho de epilepsia, enfermedad buena para el ingenio y de la que padecieron, entre otros, Hércules, Sócrates y Ma­homa? Las comparaciones son siempre odiosas y, en el caso de Campanella, la comparación tan corriente de los valores literarios de la Urbs Heliaca con la Utopía, odio­sísima, porque ambas son incomparables.

En esa defensa tenemos las páginas correspondientes a las comentadas de Platón y Moro, y así, una perfecta trilogía donde nos marcan el sentido de sus respectivas proyecciones políticas. También aquí, como en el caso de Moro, vemos muy claro el propósito práctico y la idea de que no hay república que merezca ese nombre si no está basada en la comunidad. «Que todas las cosas sean comunes, como entre amigos», decía Platón recogiendo el proverbio griego, sentencia que repite también Moro. Pero los amigos verdaderos de Platón —dioses o hijos de dioses— en el topos ouranos no en su utopía de tierra adentro. Para estos cristianos recalcitrantes la tierra debe ser la patria de los amigos.

La comunidad paternal cristiana de Moro, que es más bien una comunidad de oficio humano, en Campanella se convierte en una comunidad ideal de ser, como en Platón. Una comunidad tan una, que el mismo instinto de conservación nos debe llevar a ella, donde todas las funciones, como en enérgica comparación, subraya Campa­nella, tienen la misma nobleza fundamental. Es la segun­da utopía pero la primera que establece la organización deliberadamente científica de la comunidad. Ch’or l’Eterna Ragione pria tutti i regni umani compogna in uno che ren­da a caos tutte cose all’uno. El sistema metafísico, toto­científico, es completo; nada se le escapa a Campanella, ni siquiera la significación de los más extraños pareci­dos, como esos peces con figura de obispo. La astrología misma ¿a qué necesidad responde si no a la predicción?

Si los cuerpos celestes son las causas primeras de los fenómenos, es natural buscar en sus conjunciones el anuncio de lo venidero. La astrología, en Campanella, como la alquimia en Bacon, está en los umbrales de la ciencia moderna. En la parte exterior de la primera muralla circular aparece dibujada y descrita toda la tierra, en la parte interior las figuras matemáticas, «en mucho mayor número que las conocidas por Euclides y Arquímedes».

La Bilancetta —balanza hidrostática para determinar la densidad de los cuerpos— es el primer fruto arquimédico de Galileo, antes que el telescopio (1609) le aporte la corroboración empírica de la hipótesis copernicana y el estudio del movimiento parabólico de los cuerpos arrojadizos ilustre triunfalmente la colaboración entre la técnica realista y la ciencia idealista predicada por Leonardo. La astronomía de Campanella es bastante confu­sa; como se deja decir por el Almirante, astrologizaba demasiado pero en su sistema metafísico cerrado tiene lugar preponderante el conocimiento directo de la natu­raleza y la explicación matemática, lo mismo que «los maravillosos ingenios» son parte importante en la vida de los heliopolitanos.

La época de Campanella está bajo el signo de la revolución copernicana como la de Moro lo estuvo bajo el de América y las dos atravesadas por la razón de Estado.

«Así España descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran bajo una sola ley. No sabemos nosotros lo que hacemos, pero Dios sí, cuyo instrumen­to somos. Los españoles buscaron nuevos países por el deseo de oro y de riquezas, pero Dios trabaja para más altos fines.» Esto dice Campanella de la época de Moro, y de la suya: «Si usted supiera lo que nuestros astrólogos dicen de la venidera y de nuestra época, que en cien años de su historia lleva más dentro de lo que ha llevado el mun­do entero en cuatro mil años, de las maravillosas inven­ciones…» Pero el hombre no es sólo hijo de las estrellas, sino, también, criatura de Dios, no está gobernado sólo por la necesidad sino, también, guiado por la metafísica:

«Si no hubiera ninguna causa sobre nosotros, podías darnos algo tú, Maquiavelo. Pero como todos nuestros planes se derrumban sí, no tomamos en consideración todas las causas, así te equivocas y así caen también todos tus discípulos.» Platón contra la ananke y Campane­Ila contra la fortuna.

Campanella empieza su vida con una conspiración que le costará veintitantos años de prisión y en edad avanza­da escribirá una defensa de Galileo. Todo con la misma unidad de propósito, pues si la conspiración fue una anticipación práctica de su república solar, la defensa de Ga­lileo arrebata su astrología a todas las adherencias medievales. Tampoco su monarquía española —o francesa— y su teocracia universal pueden tergiversar el sentido cla­ro de su ciudad, que es la suma de su pensamiento. ¿No se sentía con fuerzas bastantes para convertir al Papa en su cabeza settimontana? ¿No habían soñado también los erasmistas con el emperador? De Moro han dicho algu­nos intérpretes alemanes que su Utopía es la expresión del imperialismo naciente. Se fijan para ella en extremos como la licitud de la ocupación de tierras no labradas, el mercenarismo del ejército, la reserva del comercio marítimo, las colocaciones de dinero en países amigos, la política protectora de los utopianos, etc. Pero el propósito de universalidad de la Utopía, propósito que ya se entrevé en Platón, es innegable y para quien quiera literali­lad no falta en el texto. Pero Moro no podía imaginar, por lo mismo que hablaba en serio, que su república utópica se hiciera universal de momento ni tenía los mismos motivos de los Valdés o Erasmo para esperar mesiánica­mente en el emperador. Moro, sin embargo, establece un régimen de transición, mientras todo el mundo se hace utópico, y en el que los pueblos utópicos, que bien pue­den ser todos los cristianos, ejercen una hegemonía ci­vilizadora sobre el resto del mundo a sus alcances. No deja de ser interesante, en este punto, recordar que Vasco de Quiroga escribió al Real Consejo de Indias un parecer, que no obtuvo respuesta, en el que proponía el régimen de Utopía como modelo para reorganizar todas las Amé­ricas, que ya estaban siendo incorporadas al cristianis­mo. Así podemos figurarnos también que el universa­lismo monárquico y papal de Campanella no tiene el medievalismo que se le atribuye ni la simulación, que se le imputa sino que representa el programa posconspira­torio una vez que se le evidenció el carácter prematuro de su quiliasmo repentista. Los conspiradores, fascina dos por la personalidad de Campanella, le decepcionan, sin embargo: guastarono ogni suo pensier grande.

Como en Moro, encontramos también la religión natural y el pensamiento de que la religión cristiana, cuan­do sea limpiada de sus abusos, dominará el mundo. Corno en Kant. Si de Moro podemos decir que creía, de Cam­panella podemos más que dudar de su fe en la divinidad de Cristo. Su Papa-Sol gobernando al mundo hubiera sido un Papa muy particular. Su teocracia no quiere decir más que lo que nos dirá Rousseau con su religión oficial, sin duda inspirada en Moro: nada de dualidad de poderes, que la ciudad de Dios es ahora la del sol, la de Hoh, el Metafísico, con todo lo que ese astro significa en el mito de la caverna.

No sabemos si Platón ha salvado en algún momento el chorismos entre los dos mundos. Hay interpretaciones fundadas que dicen que sí. Pero me parece más seguro invertir los términos de la cuestión en la siguiente forma: no es Platón quien influye en Keplero o Galileo, por ejem­plo, con aquel pasaje del Meno en que la idea parece con­cebida como hipótesis subyacente, sino más bien Keple­ro y Galileo, precedidos por Leonardo, entre otros, quienes influyen en el pensamiento de Platón, quienes, para res­ponder a las necesidades mentales de su tiempo, para apresurar el dominio de la naturaleza, amoldan y aprestan ese pensamiento fundiendo hipotéticamente sus dos mundos como Moro y Campanella fundieron la Repú­blica y las Leyes, sin darse cuenta de su titánica obra.

La república de Platón se convirtió con san Agustín en la ciudad de Dios en marcha. Cuando los cristianos aflojan su peregrinación por el sendero invisible, prefigurado por la escala de Jacob, y vuelvan a platonizar, el fenómeno común será esa fusión de los dos mundos platóni­cos: el sensible y el inteligible. Cristo, la idea del Bien en persona, había bajado a la tierra y les había dicho: sed perfectos como mi Padre que está en los cielos. Al hacer de la tierra el escenario de su historia ya no pueden tran­sigir con la dicotomía platónica. Tampoco el dominio de la naturaleza, inaplazable, lo permitía, y cuando se trate de dominar la historia llegaremos a la misma fusión.

«Ésta es la suma de la razón política, por nuestro siglo anticristiano llamada ratio status, en que se estima la parte más que el todo y a sí misma más que al género humano y más que al mundo y más que a Dios.» Y en un poema, escrito en la prisión: «Tú que amas la parte más que el todo y que crees que es más que la humanidad misma, tú, sagaz loco». Al mismo tiempo arrancan la Utopía y el Príncipe, que se van a dividir los pensamientos y los hechos de la historia moderna de Europa. Como apunta Meinecke, la obra de Campanella y su vida entera están inspiradas revulsivamente por la razón de Estado. Pero en Maquiavelo tenemos, como dijimos, no sólo ra­zón de Estado, sino también de estado, en oposición a razón de república, de comunidad. Razón que prefiere la parte al todo y que, como es natural, tiene la razón de su parte. Los dos tiranos del pensamiento humano, Platón y Aristóteles, se habían colocado, para siempre, uno en la razón de república y otro en la razón de Estado, uno en la utopía otro en la topía.» Platón polemiza contra la razón de Estado de los sofistas, y con la idea de comunidad levanta su república.

Le hacía falta, para oponerlo a la ananke de los de la razón de Estado, un mundo gobernado por ideas, en última instancia por el Bien, pero el chorismos abismático que la idea imponía había que zanjarlo en la acción ha­ciendo de aquéllas su fin atractivo, superando la partici­pación natural con la mimesis humana. Sócrates personi­fico la República como ésta ideifica a Sócrates. El justo, el político, la comunidad misma copian, imitan, lo mejor que pueden, la idea de la comunidad perfecta, aquélla donde «la ciudad es perfectamente una». «En una tal ciu­dad, ya sean sus habitantes dioses o hijos de dioses, con tal que sean más de uno, la vida es perfectamente dicho­sa. Por eso no hay que buscar en otra parte el modelo de un gobierno sino que hay que adherirse a éste y acercár­sele lo más que se pueda.» (Leyes, Libro V.)

La comunidad, la unidad en que piensa Platón es tan absoluta que «hasta las mismas cosas que la naturaleza ha dado a los hombres en propiedad se hacen de alguna manera comunes a todos en la medida de lo posible, por ejemplo, los ojos, las orejas, las manos, y todos los ciudadanos se imaginan que ven, que entienden y que obran en común». En sus Politikés, del libro primero de la Ética a Nicómaco, es donde Aristóteles nos dice aquello de que él es más amigo de la verdad que de Platón. Es decir, más amigo de la idea que se ha hecho de la virtud que de la idea que de la comunidad se hizo Platón. Lo que para Platón es república, comunidad, será para Aristóteles política, Estado. No puede haber ricos y pobres en la ciu­dad, nos dice Platón, porque entonces serían varias ciuda­des y no una. Para Aristóteles la razón de que haya varias formas de gobierno radica en que hay diversas partes en la ciudad, es decir, que hay ricos, pobres y medianos. Y después de descartar casi, por poco prácticas o viables, las mejores formas de gobierno —aristocracia y monar­quía— recomienda como la generalmente mejor, como más adecuada a las posibilidades de los hombres, aun­que, desgraciadamente, poco practicada en Grecia, el go­bierno de los medianos en riqueza y en virtud. El Estado de Aristóteles trata de hacer felices a cada uno de los ciudadanos en la medida de lo posible.

La república de Platón trata de hacer una y feliz, en la misma medida, a la comunidad. “Nuestro propósito al fundar la ciudad no fue hacer a ninguna clase exclusivamente feliz, sino hacer a la ciudad, como a un todo, tan feliz como sea posible.» (Rep., IV.) La idea de justicia pasa, en la investigación platónica, de la ciudad al hom­bre y todas las virtudes se especifican primero en la ciu­dad. «Podemos decir, Glaucon, que un hombre es justo en la manera en que, según hemos visto, lo es la ciudad.» (Rep., IV)

Para Aristóteles la coincidencia es sólo entre hombre virtuoso y buen ciudadano en la forma más perfecta de gobierno, casi impracticable. (Pol., III, cap. xviii.) Insensiblemente pasa Aristóteles de la razón de Estado a la razón de Estado (libros IV, V, VI) como inversamente Maquiavelo del Príncipe —razón de Estado— a sus Discursos —razón de Estado—. Porque en eso coinciden la razón de Estado y la de Estado, según ha calado Campanella, en que se prefiere la parte al todo. Ya sea esta parte una clase en el Estado, ya sea un Estado entre los mu­chos. Mientras que la idea de comunidad pone siempre el todo por encima de las partes, la comunidad sobre la sociedad y, por fin, la humanidad sobre todo. «Sabréis que, en esta ciudad, todos sois hermanos» (Platón).”

 

III

 

Tenemos ciertas formas de oraciones implorando la ayuda y bendiciones del Señor para que nos ilumine en nuestras labores y para que las empleemos en buenos y santos usos.

 

Sería difícil, conceptualmente, colocar la Nueva Atlántida bajo el rubro de Utopía, aunque, haciendo un alarde, podríamos encontrar en la República un antecedente: en el libro séptimo, al discutir la preparación científica de los guardianes, se lamenta Platón de la postrada situación en que se encuentran los estudios estereométricos y espera que los estados se avengan a protegerlos. Pero no podía estar ausente en una edición de utopías del Re­nacimiento porque, como tal, ha sido considerada siem­pre y su mismo carácter fantástico ha influido no poco en el concepto corriente. No es, en ella, la comunidad la que está en juego, pues es la Nueva Atlántida un reino tudoriano, exornado de la suntuosa aristocracia rena­centista y asistido de la tecnocracia más singular y po­derosa. Lo que está en juego, son las esperanzas extraor­dinarias que al hombre le despierta el dominio ya iniciado de la naturaleza y que Bacon, que asume para sí el título de Alejandro el Grande del nuevo imperio, sue­ña como un cuento de hadas, libre de la marcha perezosa de rompehielos que tuvo que imponerse en su Novum Organum. Nada le será imposible al hombre, una vez que Bacon ha presentado las tablas de sus experimenta luci­fera, desde un vino tan delgado que atraviesa la palma de la mano hasta el movimiento perpetuo, la generación espontánea y la trasmutación de los metales. Es, por de­cirlo así, un vástago de la utopía —la técnica—, que se ha emancipado autísticamente y que apenas si anuncia el retorno de su prodigalidad con aquella imploración al Se­ñor para que sus obras no den frutos de maldición.

El título Nueva Atlántida es muy ilustrativo. Tenemos, nada menos, la réplica a la versión de la pérdida de la Atlántida del Timeo, réplica americana a la versión europea. La Atlántida se perdió por la inundación de sus grandes ríos y no, como refiere Platón, por una conflagración geológica. Y el pueblo que avanzó hasta el Mediterráneo y, según la versión platónica, fue vencido por los atenienses, es nada menos que el pueblo mexicano. Pero, en uno y otro caso, la versión es a costa de los atlánticos, pues los atenienses se revelaron como el pueblo más grande de la Tierra al acabar con aquella peligro­sa invasión, y, según Bacon, las inundaciones acabaron con la cultura americana, no quedando más que unos cuantos indios montaraces de donde descienden los pue­blos de América, lo que explica que sean los más jóvenes de la Tierra y, por consiguiente, los menos ingeniosos. Por eso su sueño, deliberadamente, se escapa de Améri­ca —país de la utopía— y busca la Nueva Atlántida, pues que la vieja redescubierta no le satisface, más allá de los límites americanos, en una isla del Pacífico. Esta inter­pretación se corrobora en la sección cxxix del Novum Organum, donde Bacon recuerda los honores divinos que, se han solido dedicar a los inventores mientras que a los fundadores de ciudades nada más que honores de héroes y donde también, aludiendo a América y a sus ha­bitantes, recuerda insolentemente la sentencia de que «el hombre es un Dios para el hombre».

Como político Bacon nos ha dado su idea en el ensayo Of the truth greatness of Kingdoms and States: «Por encima de todo, para el imperio y la grandeza, lo que más importa es que una nación profese las armas como su principal honor, estudio y ocupación. En la Europa cristiana sólo los españoles hacen esto». Recomienda que se limite a los españoles cuando por la misma época Campanella trata de utilizarlos para la edificación de su ciudad. En cuanto a utopías piensa lo siguiente: «Miramos a Maquiavelo y a escritores de este género que, abierta­, lente y sin disimulo, declaran lo que el hombre hace de hecho, y no lo que debe hacer; porque es imposible re­unir la prudencia de la serpiente y la inocencia de la paloma sin el previo conocimiento de la naturaleza del mal». (Adv. of L. LXII, 2.) ¿No es ésta una alusión acaso a la alegoría de Holbein que acompañaba como colofón a la primera edición lovaniense de la Utopía de Moro? a otro lugar: «los italianos tienen un proverbio poco agra­dable: tanto buono que val niente» (ensayo of Goodness).

«No sería equivocado distinguir tres clases, como si fueran tres grados, de ambición en el hombre. La prime­ra, la de aquellos que desean extender el poder en su país nativo, que es una ambición vulgar y corrompida. La segunda, la de aquellos que trabajan por extender el poderío de su país y su dominio entre los hombres: tiene más dignidad pero no menor codicia. Pero si un hombre tra­ta de establecer y extender el poder y dominio del géne­ro humano sobre el universo, su ambición (si ambición puede llamarse) es, sin duda, más sana y noble que las otras dos.» Esta confesión parece elevarle, en escala de grados, por encima de sí mismo y a nosotros obligarnos a darle la bienvenida de los utopianos. Pero, insistimos, utopía es república y no tecnocracia, razón, más que de república, de Estado. Y no importa que Bacon haya profetizado el avión y el submarino para que su figuración bellísima sea la menos utópica y futurible. Porque ha creído que de las ciencias, de la ambición de dominio del hombre, más que del afán de liberación, vendría felicidad humana, y ya lo vemos ahora: «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad» y nunca los hombres clamaron con más fuerza por la comunidad humana, por la utopía. Su sueño, el de un coleccionador de experimentos costosos, que reduce la universalidad a la colaboración de los sabios, está más cerca de su realización en la Royal Society de Londres que en la sociedad real de los hombres.

Hay quienes piensan en el poder y quienes piensan en la comunidad. Los dos necesarios si piensan hasta el fondo. Y que Bacon pensó hasta el fondo nos lo muestra su muerte, que fue un verdadero accidente profesional y muerte por la ciencia. La utopía, como su nombre lo indica, no está en el espacio. Pero, mirando por encima, son los utópicos los que sacan del atasco a los tópicos, a los topos enredados en su construcción. En primer lugar, la edad moderna se ha hecho contra Aristóteles. La hipóte­sis incorpora la idea a la naturaleza corno la utopía in­corpora la idea a la sociedad. Y la primera vez que el pensamiento moderno construye nacionalmente la soberanía, razón de Estado, acude también a la hipótesis, que no otra cosa es el pacto de soberanía en que descansa el Leviatán. Con el empirista Locke esta hipótesis servirá para matar a su madre, es decir, no tanto al Leviatán como a la Uto­pía: «La grande y principal finalidad de los hombres que se unen en república y se someten al gobierno es el mantenimiento de su propiedad». Definición perfecta de la contrautopía. Como lo fue para su época la de Aristóte­les: «Comunidad de bienestar en familias y agregados de familias con el fin de una vida perfecta y suficiente».

Vio bien Campanella: la razón de Estado prefiere la parte al todo, el individuo al género humano, la sociedad a la comunidad. Pero la época estaba con la razón de Es­tado: había que conquistar a la naturaleza, había que con­quistar riquezas, había que conquistar el poder. Estado Inerte e individuo libre. Pero para conquistar definitiva­mente hubo que construir, y se construyó a costa de los utópicos: racionalización, por hipótesis, de la técnica, de la política y de la economía. Construcción a costa de los utópicos, porque la hipótesis partía siempre de la parte. Pero así como por la hipótesis utópica se llegó al estado contrautópico, inversamente por las partes se llegó al todo de la voluntad general, que ya no es la voluntad de todos. Se llegó, de la desigualdad de poder de las partes, a la igual­dad de las mismas en la comunidad de la voluntad gene­ral. Las partes viven como tales partes en la desigualdad de la sociedad que, para Rousseau, es una estructura de dominación. Contra la razón de Estado, que consagra y estatuye la estructura social, Rousseau levanta la volun­tad general, que es razón de república, de comunidad. Pour le poéte, c’est l’or et l’argent, mais pour le philosophe, ce sont le fer et le blé qu’ont civilisé les hommes et perdu le genre humain. Ésta es la sociedad, por todas partes estatificada, en la que el hombre, si goza, goza de una liber­tad física, mientras que la voluntad general de la repú­blica hará que esa libertad física se convierta en moral. Rousseau platoniza, sin saberlo, al establecer la comuni­dad como una tarea incesante de salvación de la libertad moral del hombre contra las asechanzas de la sociedad. Al establecer, por vez primera, la distinción entre civili­zación y cultura, nueva versión del antagonismo entre las dos razones. Los trabajos, menospreciados por Pla­tón pero incorporados a su república, humanizados por Moro y dignificados enérgicamente por Campanella, se convierten ya en Rousseau en el problema básico.

Pero la utopía, que en Rousseau se concentra dinámicamente en la voluntad general, pretende ser profeta en el espacio. Mal profeta, como nos lo dice la cabeza cercenada de Robespierre. Su profecía, como todas, estaba en el tiempo. Las utopías posrevolucionarias, Owen, Saint-Simon, Fourier, etc., son espléndidos cantos de cisne. Después del fracaso de la revolución, insisten en aquello que había anticipado Rousseau y que la revolución no podía resol­ver. La revolución, con los derechos del hombre, no había hecho sino estatuir la estructura económica que, con la Revolución industrial, se haría cada vez más oprimente.

Kant había visto más hondo. Volviendo decididamente a Platón, a la utopía, coloca a ésta por primera vez en su terreno, en el tiempo. «La idea de una constitución en la que los que obedecen a la ley, al mismo tiempo, re­unidos, deben dictar leyes, se halla en la base de todas las formas de Estado y el ser común que, pensado con arre­glo a ella por meros conceptos de razón, se llama un ideal platónico (respublica noumenon) no es una vana quime­ra sino la norma eterna de toda constitución política en general…» «Es un dulce sueño imaginarse constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente en lo que se refiere a la justicia)… es un dulce sueño esperar que un producto Estado, como es­tos utópicos, se dará algún día, por muy lejano que esté, en toda su perfección, pero el irse aproximando a él, no sólo es pensable sino deber.» Kant anuncia con estas pa­labras la muerte de la utopía pero es con un ¡viva la uto­pía! formidable, porque la coloca por primera vez en el terreno auténtico de la profecía: en el tiempo. Ahora sí que la utopía es utopía: «no hay tal lugar», pues tiene todo el tiempo por delante.

Mas, en realidad, la república noúmeno de Kant sigue estando fuera del tiempo. Por lo mismo que es noúmeno, no podremos dar nunca con ella, situada más allá del tiempo, como la cosa en sí está siempre más allá de la experiencia. La dualidad infranqueable de los dos mundos el sensible y el inteligible— ha sido trasladada del mundo físico al histórico. La idea de Platón fue el arma contra la ananke pero ahora la, ananke está representada por la ciencia físico-matemática que de alguna manera, la mate-mítica, lleva dentro la idea platónica. «Platón, tan buen matemático como filósofo, se admiraba de las propieda­des de ciertas figuras geométricas, por ejemplo, del círcu­lo, como si llevaran dentro una especie de adecuación, esto es, capacidad de resolución de una variedad de problemas o de variedad de soluciones de un mismo y único proble­ma partiendo de un solo principio, como si estuvieran colocadas intencionalmente en ellas las exigencias para la construcción de ciertos conceptos de magnitud, aunque en verdad pueden ser consideradas y demostradas como necesarias a priori. Pero la adecuación no es pensable más que por relación del objeto a un entendimiento, como causa.» (Von einem neuerdings erhobenen vornehmen Ton der Philosophie.) Dualidad planteada frente al mundo de la ciencia para escapar de su cárcel, acompañará a la li­berada libertad cuando, en alas de la humanidad, de la co­munidad humana, del carácter inteligible de la especie, re­monte los ámbitos temporales de la historia. La alusión a la asíntota denuncia el origen espacial del progreso inde­finido. El Estado ideal de Kant, al estar más allá del tiem­po, sigue estando, en realidad, en el espacio.

Pero dos cosas nos deja para la elaboración futura. La libertad, el hombre noúmeno, está en la humanidad, en la comunidad de los hombres. Su deber es acercarse a la Utopía (respublica noumenon). Elaboración que no le hubiere sido posible al cíclope Hegel sin la previa evidencia de la Revolución francesa. Él mismo lo confiesa, y repeti­das veces. Esa Revolución fue para él el hecho más extraor­dinario de la historia humana, porque fue la primera vez que los hombres trataron de hacer racionalmente, con la cabeza, la historia. De aquí aquella expresión suya de que entonces todas las cosas andaban de cabeza. Se vio, por vez primera también, la inadecuación total del instrumen­to. No era como para renegar de la razón sino para ir a buscarla más a fondo. Aquella razón razonante, de conceptos claros y distintos, era el instrumento con el que el hombre había construido, para dominarlo, el mundo de la física, el mundo del espacio. El mundo de la histo­ria, que acababa de experimentar una sacudida geológica, el mundo del tiempo, del devenir, no podía ser acometi­do con aquel instrumento. El pensamiento, su más re­cóndita entraña, es también devenir, y la lógica, dialécti­ca, una lógica en la que no se yuxtaponen los conceptos sino que germinan unos en otros contradictoriamente como la espiga en la podredumbre del grano y la historia humana en el erial de los escombros. De este modo la uto­pía, «lugar que no hay», porque no hay lugar en el tiem­po, puede tener su realización en un ahora concreto.

Parece que, por fin, asistimos en Hegel a una reconciliación de la razón de república con la razón de Estado, de la utopía con la topía, de lo divino con lo humano, según sus palabras. Del espacio y el tiempo: en la época, espacio de tiempo. Rescata la muerte de Sócrates, que ahora puede ser hospedado en el Pritaneo. Pero, nos dice melancólicamente Hegel, el búho de Minerva emprende su vuelo en el crepúsculo. Ya reconciliada la divina razón utópica con la humana razón de Estado, se acabó la historia. Se acabó el tiempo. Se acabó la utopía. Lo que vie­ne es una procesión triunfal del espíritu, triunfante del campo y del espacio. Pero su descubrimiento es más fuerte que él, su método más fuerte que su doctrina. Si ha descubierto cómo marcha el mundo de la historia, cómo marcha el tiempo, le ha libertado al hombre de la escisión última: la de la razón y el Estado, la de la justicia y la política, la del deber ser y el ser. Así se podrá reconciliar, siempre en adelante, lo humano con lo humano. Efectivamente, a pesar del vuelo vespertino del búho, des­de entonces la humanidad está siendo removida como nunca por el pensamiento utópico, convencida, por Hegel, de tener en sus manos el instrumento adecuado. Germinando el deber ser en el ser y el ser en el deber ser. Y así se establece para nosotros la utopía, que había esta­do peregrinando desalada por los espacios, en el terreno más firme del tiempo, en la actualidad, porque ya no es un ideal al que habrá de acomodarse la realidad, sino un movimiento real que suprime las condiciones actuales al moverse teniéndolas en cuenta.

«Platón en su Estado presenta la eticidad sustancial en su belleza y verdad pero no pudo hacer frente al principio de la particularidad independiente, que irrumpe en su época en la eticidad griega, más que oponiéndole su Estado únicamente sustancial» (Hegel: Filosofía del derecho, § 185). Recogiendo todo el desarrollo moderno jalona Hegel la dirección del movimiento con un hito que él cree, más bien, mojón terminal. «Solamente si subsisten ambos momentos en su vigor, [subrayado nuestro] podrá ser considerado el Estado como algo articulado y verdaderamente orgánico» (§ 259). Esos dos momentos subsisten con vigor en Moro. Terminamos así nuestra incursión utópica por donde habíamos empezado: proclamando la actualidad de Moro y rescatándolo del verdugo.» Su cabeza, reinstalada sobre sus hombros, nos mira paternalmente e ilumina nuestra agonía.

 

 

Alfredo Galletti. Prólogo a De lo Infinito, Universo y Mundos.

Título: De lo Infinito, Universo y Mundos.

Autor: Giordano Bruno.

Autor de la introducción: Alfredo Galletti.

Edición:

Publicación: Santiago de Chile.

Editorial: Ercilla.

Año: 1941

Páginas: 181

 

Giordano Bruno y “el infinito, universo y mundos”

I.Giordano Bruno es encendido espíritu, calor continuo, meridional vehemencia en pos de eterna búsqueda. Es un pensar y un hacer, en pasión.

El Renacimiento efectuó una magnifica síntesis de naturaleza, razón y vida en plenitud. Bruno es, ante todo, el hombre de Italia renacentista, es deambular sempiterno, un crisparse ante la persecución, la adversidad y la intolerancia.

La vida de Bruno tiene trágicas vicisitudes. Es un perseguido, que se apasiona y lucha ante cada nueva injusta persecución. Su muerte corona su magnífica existencia: se inmortalizó en la hoguera.

Su ideales la belleza, ve exaltado el espectáculo de la Naturaleza, y lo afirma en su peculiar lenguaje, en forma rotunda y muchas a veces arbitraria; pero está siempre presente el visionario poeta de “Gli eroici furori” deslumbrado por el palpitar de la belleza eterna: Para Bruno el mundo tiene finalidad, y está regido por un principio anímico, vital: Dios encierra los contrastes, abarca lo existente. La materia es posibilidad donde el espíritu divino ejecuta sus maravillosas creaciones como el escultor frente a la piedra, munido de su cincel para producir belleza.

Al atomismo griego, mecanicista, enfrenta Bruno la monada, fuerza metafísica opuesta a la física. Retoma así el olvidado tema de la filosofía de la Naturaleza, grato a los italianos del tiempo (Patrizzi, Telesio, Campanella).

Su concepción del Universo se basa en la noción del devenir, motivo de Heráclito, que perdura y corona el idealismo dialectico de Hegel, e indudablemente el “eterno retorno” de Nietzsche.

En Bruno existe vitalismo, finalismo. En cambio en el atomismo existe noción de necesidad. No ve a la Naturaleza como Lucrecio; la siente animada, impulsada por la actividad infinita de Dios. La muerte, según Bruno, no existe ni para nosotros, ni para sustancia alguna: todo es cambio.

Estamos revestidos de temporalidad: “si no existiese el instante no existiría el tiempo; pero el tiempo, en esencia y en sustancia, es el instante”. La temporalidad es actividad creadora eterna: la mente aspira al esplendor divino.

El panteísmo –tema de bruno- influirá, entre otros, en Leibniz, Spinoza, Hegel, Schelling. Spinoza hará rigurosas demostraciones: Dios es un ser absolutamente infinito, es decir, una sustancia que tiene infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa su esencia eterna e infinita (Ethica, I, IV) en Hegel existe razonar lógico llevado con grave rigor, que atina la relación ontológica de ser (objeto) y pensar (sujeto) en identidad; lo real igual a lo racional; y la concepción de la Idea Abstracta como el espíritu divino realizándose y conociéndose a sí mismo en el mundo.

El panteísmo de Bruno se afirma, en rebeldía, a manera de los artistas como ideal de belleza.

II.El diálogo, cuya versión castellana ofrecemos, forma parte de los Diálogos italianos, editados por Bari Laterza en la colección de “Clásicos de la filosofía Moderna” al cuidado de Croce y Gentile. “Universo, infinito e Mundi” se encuentra insertado en el tomo I, anotado por Gentile. Su traducción ofrece dificultades casi insalvables. Para mantener los giros y las expresiones de Bruno, muchas veces de dudoso gusto – debe el traductor realizar grandes esfuerzos- que exigen el conocimiento del italiano antiguo y del latín. Ello no obstante se trató en todo momento de mantener la forma originaria de Bruno, aun a trueque de la elegancia estilística. La versión posee así un indudable interés, ya que no conocemos versión castellana del diálogo.

El diálogos está precedido de una Epístola, a manera de Prólogo, que Bruno llama “Epistola Proemiale” y que dedica a Miguel de Castelnovo, señor de Mauvissero, embajador de Inglaterra. La vida de Bruno se liga a la corte inglesa; y desde Inglaterra escribió obras valiosas. “L’infinito…” apareció por vez primera en Londres, el 1584, y recién en 1726, aparece una edición con traducción de la Epístola al inglés, “eterno retorno” de Nietzsche, vertida por John Toland.

Bruno, pare realizar su diálogo sobre el infinito se encuentra munido del importante material que le aporta el descubrimiento de Copérnico, que echa por tierra la concepción cósmica del catolicismo. La ciencia copernicana será para él una mera herramienta, que servirá para ahondar su exaltado lirismo, sus sueños vehementes y ardorosos.

En el Diálogo que traducimos se expone metafísicamente la teoría de Copérnico. El infinito es un concepto propio del Renacimiento; los griegos después de Sócrates conciben un Universo cerrado, y Platón considera un mundo de las Ideas, regido por arquetipos trascendentes. Toda la filosofía griega del periodo está sostenida por un principio de trascendencia. Las raíces de Bruno debemos hallarlas en Heráclito, con su noción del devenir. En Bruno existe unidad de Dios y Naturaleza y el mundo es ilimitado. No se encuentra determinado en un lugar; Aristóteles hace del lugar una cosa matemática, Bruno en cambio, concibe físicamente la noción de espacio. Así, el centro del mundo no se encuentra en determinado sitio, sino que se encuentra en todas partes: una hipotético habitante de Venus se encuentra en el centro del Universo porque el Universo es infinito.

El mundo para Bruno se encuentra sin terminar, y es imperfecto y la “potencialidad infinita activa” produce un ser corpóreo y dimensional, que es necesario, infinito.

En el infinito se encuentran múltiples mundos y sus movimientos no provienen de un motor extrínseco, un primer motor a la manera de Aristóteles, sino de “propia alma”. La eficacia divina nunca descansa, y la razón se extrae de su bondad y de su grandeza.

En el Diálogo se adivina la intención polémica de Bruno, e indudablemente va dirigida contra el cerrado aristotelismo, para abrir nuevas fronteras Bruno es hombre renacentista, y si bien sus doctrinas aparezcan –a la distancia- un tanto pueriles y absurdos, sus grandes descubrimientos e intuiciones valen para nuestro mundo de hoy. Nadie se atrevió en su tiempo a decir lo que Bruno expuso.

Nuestro filósofo indagador de la verdad, no en vano murió en la hoguera, por sus principios: Quedará como vivo ejemplo del espíritu en libertad.

Ángel Vassallo. Prólogo a De la Causa, Principio y Uno.

Título: De la Causa, Principio y Uno

Autor: Giordano Bruno

Autor de la introducción: Ángel Vassallo.

Edición:

Publicación: Buenos Aires.

Editorial: Losada

Año: 1941

Páginas: 156

 

Prólogo.

Giordano Bruno es el mayor filósofo del Renacimiento. En su obra escrita a lo largo de su vida errante, la visión del mundo y de la vida de aquella edad se hace conciencia filosófica.

A la ilimitada amplitud de su espíritu, Bruno une también una inteligencia rica y original de la tradición de la filosofía, tanto de la antigua como de la medieval, y de sus persistencias renacentistas. En esta tradición sus preferencias van hacia los grandes temas del neoplatonismo en el cual tiene por precedente inmediato a Nicolás de Cusa. Mas, bien que estos temas tradicionales circulen por su obra, no lo hacen sin cobrar una fisionomía característica a la que están subordinados –y con la que pasaría los siglos siguientes-; que es como decir que ellos se muestran con un decisivo hálito de modernidad. El pensamiento de Bruno esta como entre dos mundos; pero el estilo de ese pensamiento es ya Filosofía Moderna. Y se diría que por momentos él tiene de esto expresa conciencia, conciencia de un solitario. Entre tanto humanista, gramático, retorico, orador y erudito pedante, frente a los “nuevos doctores” (de Oxford) eclécticos y estetizantes, se siente llamado a restaurar la filosofía en su verdadero destino y en su propia dignidad. “Y así me sean propicios los dioses, Hermes, como es cierto que te digo que nunca cometí tales venganzas por sórdido amor propio ni por bajo cuidado [de mi] particular [provecho], sino tan solo por amor de mi tan amada madre la filosofía y por celo de la lesa majestad de ella. La cual por sus mentados familiares e hijos (porque no hay vil pedante, holgazán hacedor de frases, estúpido fauno o ignorante caballo que con exhibirse cargado de libros, con hacerse crecer la barba y con otros parecidos modos de prosopopeya no  quiera ser de la familia) ha venido a quedar reducido a tal que para el vulgo decir un filósofo vale tanto como decir un embaucador, un inútil, un vulgar pedante, un impostor, un saltimbanque, un charlatán, hecho para servir de pasatiempo en la cuidad, y de espantapájaros en el campo” (De la causa, pág. 40 de este volumen)

Contra todo esto, reivindica la seriedad de la filosofía antigua: “Alabemos, por tanto, en su genio a la Antigüedad cuando los filósofos eran tales  que de entre ellos se escogían a los que habían de ser promovidos a legisladores, consejeros y reyes” (De la causa, pág. 40)

Prefiere la tradición especulativa medieval a cuanto puedan aportar los “de la edad presente”,  “con toda su elocuencia ciceroniana y su arte de clamatono”. “Pero lo que me ha molestado, y lo que me causa a la vez risa y fastidio es que con no hallar yo en parte alguna gente más romana y ática en la lengua que los que aquí encuentro, con todo, ellos (hablo en general) se vanaglorian de ser en un todo distintos y aun contrarios a los que fueron antes que ellos, los cuales, poco cuidadosos de la elocuencia y del vigor gramatical atendían exclusivamente, a las especulaciones que estos ahora califican de sofismas. Yo, empero, aprecio más la metafísica de aquellos, en la que sobrepujaron a su príncipe Aristóteles (aunque fuera una metafísica impura y maculada de algunas vanas conclusiones y teoremas que no son ni filosóficos ni teológicos, sino propios de espíritus ociosos y mal orientados), que todo lo que puedan aportar estos otros de la edad presente, con toda su elocuencia ciceroniana y su arte declamatorio” (De la causa, pág. 47)

La teoría de Copérnico se hace en el entusiasmo cósmico y metafísico.

Bruno inicia y fórmula el panteísmo moderno –tanto el panteísmo de las substancia (Spinoza) como el del logos (Hegel) -. Pero esta escueta enunciación para que valga hace falta que no disimule el concreto pensamiento de Bruno. Digamos, de paso, que ningún panteísmo es, en verdad, “panteísmo” a la letra, que el nombre aquí falsifica y traiciona siempre la cosa. Así, en Bruno, tal vez lo mismo que en Spinoza (Hegel, Enciclopedia, § 50), el Uno, lejos de ser todas las cosas del mundo (panteísmo) es más bien lo que de ningún modo es mundo (acosmismo): “Esta unidad es única y estable, y permanece siempre: este Uno es eterno. Todo aspecto, todo lo que aparece, cualquier otra cosa es vanidad, es como una nada, antes es nada todo lo que está fuera de este Uno” (De la causa, pág., 140)

Establecerse en la verdad es reconocer en todo cuanto hay la única realidad del Uno. Para alzarse a este conocimiento, Bruno valoriza toda la riqueza de la experiencia estética, moral, científica y pasional del alma renacentista. Para alcanzar ese conocimiento no basta negar carácter absoluto al mundo sensible; arrojar la mirada en la dirección infinita de Copérnico, extasiarse en el alto entusiasmo de la belleza. El ímpetu hacia el conocimiento de lo divino del Uno es ya una presencia de él en el hombre. Ese ímpetu hacia la verdad es un amor, una pasión –que dirige requerimientos a la voluntad y entraña una ética – y despierta en el alma la visión intelectual; y ésta ve en todas las cosas el Uno porque se ha hecho partícipe de él:

Mi cangio in Dio da cosa inferiore (De gli eroici furori, I, 3)

El eros filosófico antiguo se hace pasión heroica (affetto, amore, furore eroico) de la verdad, y de la filosofía, el modo propio, el modo heroico de existir. “entre las especies de filosofía, es la mejor aquella que más alta y sencillamente realiza la perfección de la razón humana, [la que] mayormente corresponde a la verdad de la naturaleza, y, en la medida de lo posible, [nos hace] ayudadores de esta, o intuyendo [verdades] o estableciendo leyes y reformando costumbre y corrigiéndolas o conociendo y viviendo una vida más dichosa y divina” (De la causa, pág., 102)

El diálogo que aquí damos traducido –por primera vez, que sepamos- a nuestra lengua es sin duda el más importante de la trilogía de los Diálogos metafísicos de Bruno. La cena de le cenere; De la causa, principio e uno; De l’infinito, universo e mondi. En él se contiene lo esencial de su pensamiento metafísico, y por él y a través de él, principalmente, Bruno ha sido conocido y ha influido en la especulación moderna. Aunque la Epístola proemial y el antero primer diálogo no conciernen directamente al desarrollo del estricto tema  metafísico de la obra –y  en ese sentido el lector solo atento a ese tema bien puede prescindir de  ellos–, hemos traducido íntegramente el Diálogo. Lo hemos hecho así, no solo por amor de pulcritud, sino porque también este Diálogo, aparte de su primordial valor filosófico, constituye un documento de la cultura del Renacimiento.

Hemos procurado la mayor fidelidad, la máxima sumisión al texto, con morosa preocupación de su exacta inteligencia, que nos hemos esmerado por establecer con todos los medios a nuestro alcance. Pero, al mismo tiempo, hemos aspirado a que el texto quedase vertido al español. No detallaremos las dificultades que se ofrecen a una traducción; las verá quien se acerque al original.

Hemos utilizado el texto publicado por Giovanni Gentile (Giordano Bruno, Opere Italiane, I, Dialoghi Metafisic, Guius. Laterza, Bari, 1925). Aunque Bruno da en la Epístola proemial un sumario analítico del contenido de cada uno de los diálogos les hemos puesto, además, un sumario o título general en letra cursiva que declare su contenido. Desde el segundo diálogo, el sumario es el mismo que F.E Jacobi puso a la lúcida y exacta reducción que de esta obra hizo al alemán, y que ahora puede leerse en este volumen: F. E Jacobi, Sulla dottrina dello Spinoza. Lettere al Signor Mosé Mendelsshon. Tradotte da F. Capra. Guis. Laterza, Bari, 1914.

Philip Potdevin. Prólogo a la Oración por la dignidad humana

Título: Discurso por la dignidad humana

Autor: Giovanni Pico della Mirandola

Autor de la introducción: Philip Potdevin

Edición: Primera

Publicación: Bogotá, Colombia

Editorial: Ediciones Opus Magnum

Año: 2002

Páginas: 209

Prólogo

El pensamiento sincrético -en el sentido de conciliar pensamientos religiosos y filosóficos aparentemente contradictorios- de Giovani Pico, Conde della Mirandola y Príncipe de la Concordia, clausura la filosofía medieval acaparada por el dogmatismo cristiano de sabor aristotélico que va desde Agustín de Hipona hasta Tomás de Aquino, y abre el compás de la filosofía humanista del Renacimiento. Con ello se degaja, durante dos siglos, la avalancha de creación intelectual y artística gracias a la confianza que genera la esencia del Humanismo: poder acercarse a la divinidad a través de las manifestaciones y expresiones del ser humano. La pretensión de Pico de conciliar filosofías hasta entonces contradictorias, como la encausada en el cristianismo, la cábala, el pitagorismo y el zoroastrismo caldeo en los albores de la Inquisición, es un hecho que no puede pasarse por alto. Leer hoy a Pico della Mirandola, con la perspectiva histórica de quinientos años y en el amanecer de un nuevo siglo, un siglo que recuerda al Hombre su fragilidad en el Universo y a la vez redescubre el consuelo que brinda la filosofía, resulta una experiencia alucinante y fresca, justo cuando resurge el tema del hombre como intérprete y símbolo de la divinidad -asunto tratado dos milenios atrás por grandes iniciados como Pitágoras de Samos, Platón, Hermes Trismegistro, Jesús y Zoroastro-; este leitmotif dará a generaciones venideras el aliciente para seguir encontrando el significado de la vida.

Adentrarse a estudiar a Pico en el contexto moderno tiene sus riesgos; vivimos una época ecléctica, paradójica, de amplitud y globalidad en el conocimiento y a la vez de altísima especialización en cuanta disciplina humana, por ello las conclusiones de Pico podrían parecer ambiciosas a unos y superfluas a otros, pero no menos cierto es que toda época ha tenido un puñado de ávidos intelectuales que pretenden abarcar la totalidad del conocimiento disponible en la época, así el contendiente actual sea un intelectual virtual llamado world wide web. Somos herederos y usufructuarios de la dimensión histórica del Humanismo -y Pico della Mirandola es su figura central- que pone al hombre como centro del universo en su privilegiada posición de criatura única dueña de su destino, dueña de la dignidad de elegir libremente querer o no querer ser. Sin embargo, se requiere de algo más que agallas para atreverse, en 1485, siete años antes del paradigmático periplo del almirante genovés y en medio del azote de la plaga que diezma Europa, dar cita, en la capital del cristianismo, a una asamblea de sabios -léase augustos doctores de la Iglesia, peritos confinados en su único saber: la teología cristiana- para decir que él, a su temprana edad de veintitrés años, y después de estudiar y aprender latín, griego, hebreo, arameo y árabe, ha logrado sintetizar la totalidad del pensamiento humano en novecientas tesis, las cuales se propone presentar a debate público. Pico invita al que quiera refutar, discutir, negar o cuestionar su proclamado saber enciclopédico (casi tres siglos antes de D’Alembert, Diderot, Montesquieu y Voltaire), a que se presente a la asamblea y ofrece pagarle los viáticos desde cualquier lugar de la península itálica. Con su titánica empresa desempolva antiguas sabidurías -consideradas en Occidente profanas, bárbaras y heréticas- como los oráculos caldeos, los filósofos y comentaristas árabes, la cábala hebrea, el corpus hermeticum de Hermes Trismegistro, la magia superior y el pensamiento secreto de la Grecia antigua, y en especial de Pitágoras para conciliar aquel prohibido acervo intelectual con el dogma existente del cristianismo y desembocar en un sola gran corriente ideológica universal. He allí el mérito de Pico.

Pico es personaje central de la Florencia de la segunda mitad del quattrociento, junto a Lorenzo de Medici, el Magnifico; Ficino, fundador de la Academia neo-platónico auspiciada por Lorenzo, el poeta Policiano, el pintor Sandro Boticelli y otro grupo de arquitectos, filósofos, escritores, artistas. Una Florencia rica, pujante, ostentosa y orgullosa, pero también un Florencia que acoge al dominico Girolamo Savonarola quien, como caballo de Troya, se incrusta en la ciudad para, desde allí, derrocar la hegemonía de los Medici e implantar la primera república teológica de occidente.

La Oración por la Dignidad de humana, escrita a manera de prólogo para el debate público de las 900 tesis, es más que una simple oración, es la afirmación sobre el papel del ser humano en el contexto del Universo. Además, es una refutación a la hegemonía de la Iglesia Romana, a la condena por el pecado original y una invitación para que artistas, arquitectos, escultores y pensadores se atrevan a sacudir siglos de letargo para convertise, de artesanos en creadores, de meros hombres habilidosos en artífices de la voluntad y engendrar grandes obras, símbolos del universo y con ello, acceder a la divinidad misma. De igual manera, afirma Pico, el hombre es libre de caer en conductas viles y bajas, de arrastrarse por la tierra como abyecta criatura. Ésa es la dignidad del hombre: ser dueño de su destino, de su triunfo o de su fracaso, de su elevación o de su descenso.

No sorprende, al conocer el citado contexto, que las 900 tesis de Pico jamás llegasen a ser debatidas públicamente; aún antes de publicarse fueron objeto de sospecha por parte del pontífice romano y de sus prelados, al punto que primero trece, y luego la totalidad de las tesis fueron declaradas heréticas; justo lo necesario para dar pie a la excomunión, persecución, aprisionamiento y condena del prodigio del humanismo. Pico escapó a Francia, pero cayó preso y fue encerrado por algo más de un año, afrenta que quebrantó no sólo su espigada y delicada figura principesca de mas de un metro noventa de estatura, sino la voluntad de seguir enfrentando al aparato de la Iglesia romana. Escribió una apología para defenderse de las acusaciones y luego un comentario al Génesis y otro a los Salmos en procura de ganar de nuevo la confianza del Papa. Retirado a un villa, encontró más tarde consuelo de la amistad de Savonarola quien, con su arrolladora oratoria apocalíptica se levantó, primero contra los florentinos, luego contra la iglesia y el pontífice mismo, por las costumbres licenciosas y el alejamiento de los verdaderos principios cristianos, con la consiguiente enemistad de sus antiguos mecenas, los Medici, lo cual lo dejó en una precaria situación, múltiples detractores y enemigos. Poco antes de morir, el nuevo papa levantó la condena de excomunión y lo perdonó, pero el daño estaba hecho. La leyenda dice que Pico fue traicionado por alguien cercano y murió, a los treinta y un años, envenenado.

Eugenio Imaz. Prólogo a Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII.

Título: Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII

Autor: Wilhelm Dilthey

Autor de la introducción: Eugenio Imaz.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Fondo de Cultura Económica.

Año: 1944

Páginas: 503

 

Prólogo.
El presente volumen de  Dilthey, Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, representa la versión española del It volumen de sus obras completas –Wilhem Dilthey´s Gesammelte Schrriften- que lleva el título de Weltanschauung and Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation (Concepción del mundo y análisis del hombre a partir del Renacimiento y la Reforma),  preparado y prolongado –octubre de 1913- oir su discúpulo Georg Misch.

Primero, una justificación del título adoptado por nosotros.  La  haremos con palabras del mismo Mich: “Buscar en la concepción del hombre, tal como se forma en las diversas épocas históricas, los motivos vivos de los sistemas metafísicos para comprender así genéticamente, partiendo del ´análisis del hombre ´, ‘la concepción del mundo’: he aquí la intención que recorre todo el libro.”  Y para la tranquilidad de cualquier cronógrafo puntilloso que nos pudiera salir al paso, declaramos que, si bien no ignoramos que Leibniz murió en 1716 y que Petrarca no fue un contemporáneo de Rafael, no hemos podido resistir a la tentación de enmarcar el libro entre los siglos XVI y XVII.

Tenemos que advertir además de algunas modificaciones que hemos introducido en su composición, que,  como es sabido, se debe al editor y no al autor.  Se ha colocado a la cabeza el breve ensayo que el volumen de Misch figura en el apéndice:  Los motivos fundamentales de la conciencia metafísica, porque, como verá el lector, ahí es donde encaja presidiendo armónicamente el desarrollo del primer ensayo histórico que le sigue y,  de una manera general, a todo libro.  Por el contrario, hemos prescindido de otros dos fragmentos que aparecen en el apéndice, uno, Das Christentum in der alten Welt (El cristianismo en el mundo antiguo), porque  su mismo enunciado nos autoriza la omisión; otro, Zur Würdinggung der Reformation (Para el enjuiciamiento de la Reforma), compuesto de diferentes retazos recogidos de los manuscritos,  que no añade nada esencial al tema dilatadamente tratado de los ensayos que incluimos.  También hemos prescindido del ensayo Aus der Zeit der Spinozastudien Goethe’s (Cuando Gohete escribía sobre Spinoza), que nos parece muy interesante para incluirlo en un volumen sobre la historia de la filosofía alemana y especialmente del panteísmo alemán, pero que aquí se nos desliza irremisiblemente, a pesar de la referencia spinoziana.  De este modo se aprieta la unidad del libro sin gran violencia.

Queremos advertir también sinceramente que, los estudios que aparecen en este volumen, el primero, “Los motivos fundamentales de la conciencia metafísica”, corresponden al año 1887 y fue recogido de los manuscritos; los cuatro ensayos que siguen fueron publicados entre 1891 y 1893 en la revisión Archiv für Geschiehte der Philosophie.  Representan  estos últimos la continuación de la parte histórica en su Einleitung in die Geistewissenechaften (Introducción a las ciencias del espíritu), en 1883, y constituirían el principio del segundo volumen de esta introducción, que no se publicó nunca. Tampoco llegó a publicar el tomo II de la Vida de Sheiermacher (1870), y hay que retener estas dos obras y sus fechas, como la de sus Ideas para una psicología descriptiva y analítica (1894), para orientarse en la maraña de su producción investigadora incesante, con sus diversos temas, con variaciones sobre cada uno,  pero encaminada siempre a la preparación histórica de su pensamiento filosófico.  El ensayo que sigue sobre el panteísmo evolutivo es de 1900, y fue publicado también en Archiv.  Como señala Misch, en este ensayo  se hace ya valer su idea acerca de los tres tipos de concepción del mundo –el naturalismo, el idealismo de la libertad y el idealismo objetivo-, idea que aparece  antes desarrollada históricamente en la exposición de las tres formas fundamentales de los sistemas filosóficos en el siglo XIX (1899), pero que no desplaza, como cree Misch, su pensamiento sobre motivos fundamentales de la metafísica, sino que lo completa  y crea el problema del enlace entre los dos. Finalmente, el ensayo sobre la función de la antropología en los siglos XVI y XVII es de 1904, y se publicó en las memorias de la Academia Prusiana de las Ciencias. Todos estos trabajos  -retocados en algunos puntos con material manuscrito-, como en general la mayoría de los que fue publicado o no publicado, haciendo o rehaciendo a lo largo de su laboriosa vida, representan la preparación histórica, la base empírica de su problema filosófico central: fundación de las ciencias del espíritu o, como él mismo lo ha definido, “Crítica de la razón histórica”. Retengamos también las fechas de nacimiento y muerte de Guillermo Dilthey: 1833-1911.

 

Hoy el nombre de Dilthey no es desconocido, ni mucho menos, entre los lectores de habla española. Se ha publicado, por Losada, un ensayo de carácter pedagógico, el que, no obstante de indudable interés,  nos hace evocar con temor la suerte que le cupo entre nosotros a la respetable filosofía de John Dewey por causa de la introducción pedagógica. Recientemente   la Revista de Filosofía y Letras de la Universidad de México ha comenzado a publicar La Esencia de la Filosofía, lo que representa una aportación laudable, pero quintaesenciada y, por lo mismo, un poco peligrosa. Si nos dan en unas cuantas páginas la esencia de la filosofía según Dilthey y, por consiguiente, la esencia de la filosofía de Dilthey, ya para muchos no habrá más de qué hablar…  ni qué leer. Estarán en el secreto, como lo están tantos del de Heidegger a base de su ¿Qué es la metafísica? Por una razón más profunda que el carácter irremisiblemente fragmentario, difuso, abrumador, zigzagueante, reticente de su producción, más profunda que esa “característica de Dilthey” –“que no llegó a pensar nunca del todo, a plasmar y dominar su propia intuición” (Misch)-, de las ideas filosóficas suyas están, vivitas y coleando, en sus trabajos históricos, donde cabrillean “casi” retozadamente y sólo a la escurridiza pueden ser apresadas.

Además, se han venido ocupando de Dilthey, en lo que va del siglo, en primer lugar, que sepamos, don Francisco Giner de los Ríos, en comentarios publicados n sus Obras completas, Don Manuel B. Cossío le dedicó un curso hacia 1914, según nos comunica el profesor Rubén Landa. Con motivo de su centenario -1933- confluyen a ambos lados del Atlántico, casi por el mismo tiempo, las Tres lecciones sobre Guillermo Dilthey en su centenario, que Francisco Romero dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires; “Guillermo Dilthey y la idea de la vida”, de José Ortega y Gasset –Revista de Occidente, tomos XLII y XLIII-, primicias de un libro que, muy diltheyanamente, no fue concluido, y La Filosofía de Dilthey, por Alejandro Korn, conferencia dada en la Sociedad Kantiana de Buenos Aires.  Finalmente, la “Introducción a la filosofía de Dilthey”, por Eugenio Pucciarelli, aparece en 1936 en las Publicaciones de la Universidad Nacional de la Plata (tomo XX, no. 10). Podemos decir, pues, que Dilthey ha tenido los mejores honores debidos en el mundo de habla castellana. A todos esos trabajos remitimos encarecidamente al lector como necesarios para encuadrar la lectura de presente volumen dentro del mundo de las ideas de Guillermo Dilthey.  Si omitimos otros es por desconocimiento.

 

Estos trabajos nos dispensan de mucho. De todos modos creemos convenientes algunas indicaciones reclamadas especialmente por el actual volumen. Lo haremos con toda la brevedad posible para no recargar indebidamente la paginación del libro.

Dilthey es hijo de pastor, como tantos ilustres pensadores germanos. Comenzó su actividad intelectual con estudios teológicos y de historia religiosa, de los que es brillante muestra su Leben Schleiermacher’s, y extendió su afán investigador al ancho campo de la historia de la filosofía, como le ocurrió a Zeller, aunque no por motivos forzados de éste.  No hay que perder de vista nunca esta iniciación teológica de Dilthey.  Creemos que, en general, no es posible comprender la gran filosofía alemana –el idealismo alemán- sin estar al tanto de los teologemas en que se mueven sus filosofemas.  Sin esto, sigue siendo esa filosofía un mundo extraño por donde ni la unidad sintética de la percepción, ni el yo puro ni la tríada dialéctica podrán hacer caminar nuestra carroza católica. Es más, ni el mismo Nietzsche es radicalmente comprensible más que como una reacción a una mentalidad protestante especial. Pero en el caso particular de Dilthey y de este libro, sólo por esa orientación podemos comprender que haga funcionar como un elemento fundamental de la conciencia metafísica de Occidente el motivo religioso; podemos comprender el resalte que adquiere el estoicismo, elemento voluntarista de esa conciencia, que le lleva a grandes descubrimientos en la historia de las ideas; asimismo su sensibilidad histórica para todas las formas de panteísmo, condicionada por la dirección trascendental de su teologismo, que le hace ver en ella la única prolongación de su cristianismo. Su mayor descubrimiento, la hermenéutica, procede de sus estudios de historia religiosa, de haber seguido sus esfuerzos de la mente germana debatiéndose exegéticamente en el embrollo de la biblia, su condicionalidad histórica y sus pretensiones de unidad y suficiencia a lo largo de la época moderna.  Un tema dramático que puso a partir de sus estudios más profundos.

Nace Dilthey en medio del florecimiento de los estudios históricos debido al empujón conjunto de Hegel y de la escuela histórica. La escuela histórica ha creado la factura de las ciencias del espíritu –historia de derecho, de la política, de la filología, etc., etc. -, que no se habían constituido hasta entonces como verdaderas ciencias. Ante este factum arremeterá Dilthey  como antes Kant ante el factum de la ciencia físico-matemática y con el paralelo propósito: buscar las categorías que las fundamentan.  La escuela histórica enseña la disciplina empírica y de penetración concreta de lo histórico pero el idealismo alemán le indica el gran propósito, constantemente defraudado, de hallar la unidad del espíritu.  Kant había escrito en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura: “De hecho, la razón pura es una unidad tan perfecta que si el principio de la misma fuera insuficiente para resolver aunque sea una de las cuestiones que se le plantean por su propia naturaleza, tendríamos que rechazarla porque en ese caso tampoco podría responder con seguridad a los demás” (VII). Y en el prólogo a la segunda edición habla de que la razón constituye una “unidad orgánica en la que es todo órgano, todas las partes por una sola cosa y cada una por todas las demás” (XXXII). Pero la solución ofrecida por las dos Críticas primeras y por el puente que entre ellas pretende establecer la tercera, desencadena el tantalismo frenético del idealismo alemán. Fitche, en su Teoría de la Ciencia, hace que el yo puro asegure esta unidad engendrándolo todo dialécticamente, hasta el mundo. Pero pronto escribe Schelling su Filosofía de la Naturaleza, buscando esta unidad por otro camino, ése de la identidad de los contrarios, donde todos los gatos son pardos, al decir de Hegel.  La Fenomenología del Espíritu de éste representa el esfuerzo más extraordinario y jocundo para explayar dialécticamente la unidad profunda y concreta del espíritu. La “fundación de las ciencias del espíritu” por Dilthey trata de dar con esta unidad empíricamente y no por una deducción trascendental. Traduzcamos espíritu por vida; en vea de deducir trascendentalmente la estructura articulado del espíritu comprendamos empíricamente las vivencias, y hagamos así no un logos de sus “fenómenos”, sino de sus “expresiones”. El paso de la razón pura a la razón histórica ha sido preparado por el mismo Kant, por el mismo Fitche, por Schelling, en la dirección trascendental, y había sido mostrada como un hecho por la escuela histórica.  He aquí, ásperamente delineada, la dirección en que hay que insistir para encuadrar a Dilthey dentro de la gran tradición germánica.

¿Consiguió Dilthey la dichosa unidad? Los tres motivos fundamentales de la conciencia metafísica quedan siendo tres y pueden en ocasiones conflagrar. Los tres tipos de concepción del mundo permanecen siendo irreductibles expresiones de esa vida supuestamente unitaria.

 

En el último ensayo –“La función de la antropología…”- la unidad del espíritu s busca en otra dirección, en la de la psicología descriptiva y desarticuladora, pues este estudio no representa sino la prolongación histórica de semejante dirección. Nos damos de bruces con la más fuerte dualidad diltheyana, señalada muy claramente, pero dejada intacta, por su discípulo Groethuysen (véase prólogo al vol. VII  de las obras completas). El propósito de esta psicología descriptiva nos lo define Dilthey con precisión en una nota (vol. VII, p 13.); “Esta parte descriptiva de la investigación representa una continuación del punto de vista adoptado en mis trabajos anteriores. Estos trabajos se encaminaban a fundamentar la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad y, dentro de este conocimiento, de la captación objetiva de la realidad psicológica en particular. A este fin  no se retrocedía, en oposición a la teoría idealista de la razón, a un a priori del entendimiento teórico o de la razón práctica, que se fundaría en un yo puro, sino a las relaciones estructurales contenidas en la conexión psíquica (1) y que podrían ser señaladas. Esta conexión estructural constituye el fundamento del proceso del conocimiento.  La primera forma de esta estructura la encontré en la relación interna de los diferentes aspectos de una actitud. La segunda forma de estructura está constituida por la relación interna entre los diferentes aspectos de una actitud: así, por ejemplo, percepciones, representaciones recordadas y los procesos vinculados al lenguaje.  La tercera forma consiste en la relación interna entre los diversos tipos de actitud [captación de objetos, sentir, querer] dentro de la conexión psíquica.   Al tratar ahora de desarrollar mi fundamentación de una teoría del conocimiento orientada realista o crítico-objetivamente, tengo que advertir de una vez por todas cuánto debo a las Investigaciones lógicas de Husserl, que hacen época en lo que se refiere al empleo de la descripción en la teoría del conocimiento”. Tenemos, pues, por un lado, la hermenéutica, que parece bastarse a sí misma partiendo de la conexión de la vida y comprendiéndola en sus categorías y, por otro, a psicología descriptiva, que sería su último fundamento.  Por un lado, esta declaración: “A la psicología atomista científico-natural siguió la escuela de Brentano, que no es más que escolástica psicológica. Pues crea entidades abstractas tales como actitudes, objeto, contenido, con las que se compone la vida.  Lo más extremado en esta dirección, Husserl. En oposición con esto: la vida, un todo. Estructura: conexión de este todo…” (vol. VII, p237). Por otro lado la declaración pro Husserl arriba inscrita. Y expresamente (vol. VII, p 12) nos dice tambien de los procesos de comprensión son fundamentadores para las ciencias del espíritu –es decir, la hermenéutica es la fundamentadora-, pero “ellos mismos se fundan en la totalidad de nuestra vida anímica”, es decir, que la psicología descriptiva es el último fundamento y la verdadera fundamentadora.

Una coa, por lo menos, nos parece segura: el “instrumento” adecuado para edificar las ciencias del espíritu lo constituye la hermenéutica y no la psicología descriptiva,  la conexión de la vida –que más que individual- y no pa conexión psíquica –que es sólo individual-, las estructuras de esa vida y no las “unidades psíquicas estructurales”. Pero queda el problema del “fundamento del fundamento”. Para buscar la unidad en la teoría del saber –del saber de la realidad, de los valores, de los fines, de las reglas- Dilthey ha tratado de mostrar cómo esas diversas actividades se entrelazan dentro de la totalidad anímica. ¿No habrá ido también en busca de la unidad, que no le proporcionaba la “totalidad” de la vida hermenéuticamente, a la “totalidad” anímica descriptivamente desarticulada? ¿No tendría, además, en esta totalidad anímica  un objeto más real, más tangible, más empírico, que ése de la vida y, al demostrar en él la existencia de estructuras, no creería hacerlas más verosímiles, más “tangibles” en el dominio de la vida, que le interesaba tanto para fundamentar las ciencias del espíritu? Pero ¿no se trata de un equívoco o. Si se quiere, de un callejón sin salida? ¿No es según él mismo dice, la psicología descriptiva una abstracción –nada, pues, real-, por lo mismo que encuentra su material sólo en el individuo, en lo que es común a los individuos (vol. VII, p. 14)? Una psicología descriptiva que al establecer sus conexiones y la suprema conexión psíquica del individuo no tuviera en cuenta –lo que o sería posible, so pena de desnaturalización, ni con toda la abstracción del mundo- otras vidas que envuelven la individual, sería lo más parecido a una psicología animal, que podría mostrar una naturaleza estructural, sin duda, pero sobre la que no se podría fundar de ningún modo la estructura del mundo espiritual. El caso de su discípulo Spranger es muy significativo:  ha tratado de elaborar una psicología diltheyana y no ha podido menos que aplicar el método… hermenéutico. ¿No estaremos también ante un intento indeciso, equívoco e insatisfactorio como el de la Crítica del juicio de Kant, que también trataba de llenar un abismo, de establecer la proclamada unidad de la razón, pero que estuvo tan lejos de cumplir con su cometido que su insuficiencia provocó el desencantamiento de las filosofías sucesivas?

 

Allá los doctores. Ya pueden los que quieran hacer el panegírico de Dilthey presentándolo como el filósofo mayor de la segunda mitad del siglo XIX, y sus denigrantes hacer ver las contradicciones e insuficiencias.  Una cosa es cierta: con sus preconceptos –para no llamarlos prejuicios- filosóficos, que se presentan con carácter obsesivo desde la juventud y se sostienen a todo lo largo de su vida, Dilthey ha realizado investigaciones históricas de primer orden que quedarán para siempre como aportaciones definitivas. Sea cualquiera la suerte que la historia de la filosofía reserve al padre y abuelo del historicismo, siempre se le podrá hacer un gran saldo positivo, como él tuvo la delicadeza de hacerlo a los intentos naturalistas del siglo XVII en las ciencias del espíritu y a la historiografía del siglo XVIII: ha llevado las posibilidades de la comprensión histórica de las ideas a unas alturas a las que nadie ha llegado antes.

(1)Las estructuras psíquicas de Dilthey no tiene que ver con la Gestalt de Werthelimer más que en ser lo contrario. Pueden asociarse, pues, por contraste. La línea de semejanza en el contraste la constituye la presencia dada al todo sobre las partes, pero la estructura de Dilthey lleva el propósito de esquivar toda explicación causal, toda condicionalidad, mientras que la Gestalt lleva el propósito contrario y e arrima a los últimos giros de la física.

Maripía Lamberti. Notas a Sobre el amor. Comentarios al Banquete de Platón.

Título: Comentarios al Banquete de Platón

Autor: Marsilio Ficino

Autor de la introducción: Mariapía Lamberti y José Luis Bernal.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 1994

Páginas: 186

NOTA A LA TRADUCCIÓN

El concilio celebrado en Ferrara y Florencia en 1438-1439, que vio la momentánea reconciliación de las Iglesias de Oriente y Occidente, y sobre todo la caída de Constantinopla en poder de los turcos (1453), provocaron la llegada a Italia de textos y maestros en lengua griega, marcando el triunfo definitivo de aquella corriente humanística que, nacida con Petrarca, había logrado entre otros resultados, el de configurar una cultura nacional, por encima de las subdivisiones políticas y los conflictos de intereses ciudadanos de la península.

Cultura dirigida a la recuperación de los valores morales, cívicos y estéticos de la gran época gloriosa que Italia había conocido —y dado al olvido cuando las antiguas instituciones se habían derrumbado en la catástrofe provocada por nuevos pueblos, nuevas instituciones y nuevos conceptos religiosos—, se fundamentaba, y no podía ser de otra manera, en la reconstrucción de la lengua de los padres, en pos de una perfección «clásica» (o sea entendida como imitación, y paciente investigación filológica) que la distinguiese del latín comúnmente empleado como lengua universal, y la volviese a proponer como lengua nacional. El aprendizaje del griego se vio enormemente facilitado por este consolidado dominio de las estructuras latinas, y muy pronto las versiones de una lengua venerable a la otra empezaron a multiplicarse. Pero en esta mitad del siglo que ve el triunfo de las lenguas antiguas, se reaviva también la conciencia de la necesidad de un instrumento lingüístico moderno que de las dos lenguas madres posea la ductilidad expresiva y el rigor estructural. Aunque prive en Italia, a la mitad del Quattrocento, un concepto altamente aristocrático y casi iniciático respecto a sus productos intelectuales, se abre camino una instancia de divulgación que convence a un segundo paso en las traducciones: del latín a la lengua moderna.

Ficino, con su personal traducción del tratado sobre la esencia del amor, escrito por él en latín como un  comentario a la traducción del Banquete platónico anteriormente realizada, da comienzo a aquel fenómeno de segunda filiación del italiano (pero sería menos anacronístico seguir denominándolo florentino) desde el latín, que fractura profundamente la evolución de la lengua; y si por un lado provoca una discontinuidad notoria entre la lengua florentina del Trecento y la del Quattrocento, por otro sienta las bases para la indispensable formación de una lengua común supraciudadana. Ficino moldea esta lengua de traducción sobre las estructuras sintácticas y constructivas del latín, y las fija sólidamente en el florentino, tan sólidamente que el italiano seguirá valiéndose de ellas hasta entrado el siglo XX: frases sustantivas con el verbo en infinitivo, ablativos absolutos, participios con función verbal, comparativos absolutos en superlativo, uso de tiempos y modos verbales según la consecutio latina; y sobre todo constantes inversiones sintácticas.

También en la semántica, Ficino se vale de un agudo sentido etimológico, gracias al cual cada palabra y cada verbo se ciñen estrictamente al sentido latino, entendido éste también en sus orígenes etimológicos, escindido en las partes constitutivas de la palabra o del verbo mismo si éste tiene morfología compuesta.

De allí que la palabra benevolencia signifique con exactitud filológica bene velle, el «querer bien» que abarca una gama de sentimientos y emociones mucho más amplia que la que la palabra sugiere hoy en día; de allí que, en este tratado sobre los efectos y las causas del amor, nunca se emplee el término deseo para indicar el arrebato amoroso, sino apetito, pues ad petere tiene un sentido mucho más complejo: el de la tendencia-inclinación, el de la búsqueda, y el del impulso violento. También la palabra virtud se carga

de todos los significados adquiridos durante su evolución semántica: del coraje viril de los romanos, a las dotes cristianas del alma, al sentido metafísico medieval de capacidad o poder.

La escritura se presenta por lo tanto rica en repeticiones de vocablos-conceptos que, lejos de empobrecer el estilo, enriquecen el significado del texto con una gama de implicaciones y polisemias que imponen al traductor moderno una elección, ésta sí forzosamente empobrecedora. Destacan y sorprenden más bien, en este lenguaje sostenido y áulico, las palabras cotidianas y los giros propiamente florentinos, que salpican el texto otorgándole por momentos una extraña entonación familiar. La presente traducción ha respetado algunos de estos lazos cómplices entre la lengua de partida y la lengua de llegada de la traducción del propio Ficino, para mantener en el lector curioso esta inquietante sensación de estar leyendo en latín; y para permitir al lector especializado un análisis de la terminología y de la conceptualización ficiniana lo más confiable posible.

Se ha mantenido, verbigracia, la abundancia de la palabra cosa, la res latina que indica a la vez el ser y el objeto, lo abstracto y lo material, con aquel sentido sintético y práctico que hizo de los romanos modestos filósofos pero insuperables legistas. Se ha respetado muchas veces la cláusula cadenciosa del período estructurada sobre la inversión: inversión que sirve tanto para diluir en el quiasmo las frecuentes repeticiones, cuanto para relevar el sentido del verbo y establecer jerarquías conceptuales. Finalmente, se ha empleado, en los casos en que no se veía afectada la claridad, el término más cercano al texto italiano-latino cuando su etimología podía ser todavía clara a la conciencia del lector culto de hoy. Pero sobre todo se ha mantenido la férrea consecuencialidad del discurso filosófico ficiniano: casi no hay frase que no se enlace con la anterior con un nexo coordinante, disyuntivo o copulativo; o con un nexo subordinante, relativo o causal. La puntuación, que en el original tiende a aislar cada unidad sintáctica, dependiente o independiente, con punto y coma, dos puntos o punto, se ha modificado allí donde la comprensión podía verse comprometida o dificultada.

El abundantísimo sistema de mayúsculas (que honran prácticamente todo vocablo con un contenido abstracto o espiritual), se ha reducido al nombre y a los apelativos del Dios espiritual y único, y al Amor, en todas sus acepciones, por ser el protagonista absoluto de esta reflexión mistérica. El efecto de esta distinción consiste en otorgar siempre a la entidad mencionada el valor máximo de su esencia, y no rebajarla jamás al simple nivel de función biológica o disposición psicológica. Asimismo, se ha traducido siempre por alma los dos términos que emplea Ficino: animo y anima, pues el texto no revela que el empleo del masculino y del femenino (esta última forma, por cierto, muy rara) indique dos entidades distintas. Al lector ahora queda deslindar la complejidad de las implicaciones espirituales de este texto prodigioso.

MARIAPÍA LAMBERTI

 

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Marsilio Ficino (1433-1499), humanista y filósofo, estudió gramática y retórica en Florencia y Pisa. Cosme De Medici reconoció el especial talento del joven Marsilio, hijo de su médico personal, Diotifece (de donde el patronímico de Ficino); interesado en la difusión de la filosofía platónica, en la cual veía, más que en la aristotélica, elementos aptos para corroborar el nuevo régimen absoluto por él iniciado en Florencia, desde 1452 lo instó a ocuparse de la traducción de las obras del gran filósofo. La magna labor fue emprendida únicamente a partir de 1462, año en que Cosme instituyó la Academia Florentina, poniendo a disposición del joven Ficino su villa en Careggi. Ficino, bajo el gobierno de Lorenzo, su íntimo amigo y discípulo, la transformó en el lugar de reunión, a partir del año 1474, de la Academia Platónica.

Entre 1462 y 1468 tradujo al latín todos los textos de Platón; los de Plotino en 1492. También tradujo a Porfirio, Dionisio Areopagita y todo el Corpus Hermeticum. Convencido de la profunda continuidad entre el pensamiento platónico y el cristiano, dedicó su obra filosófica a superar el aristotelismo y la escolástica, y a la búsqueda de este filón analógico  que permitiera una conciliación basada sobre el concepto de una revelación progresiva de Dios a través del Logos.

Su obra filosófica (De voluptate, 1457; De christiana religione, 1474; Theologia platonica de inmortalitate animorum, 1482; De vita, 1489, etcétera) tuvo gran influencia sobre toda la cultura humanista y renacentista. El presente tratado, titulado Sobre el Amor, o sea Banquete de Platón, fue compuesto entre 1474 y 1475, y pretendía ser un comentario explicativo sobre el concepto del amor expresado por Platón en el Banquete y el Fedro. La intensa transformación mística de los conceptos, el sincretismo entre filosofía griega y cristianismo que Ficino logra realizar, las premisas aristocráticas que subyacen a la sistematización de la realidad amorosa, hicieron de este tratado un hito a partir del cual se desarrolló la sucesiva tratadística sobre el amor platónico, y las nuevas formas de poesía amorosa.

 

Paula Gómez Alonzo. Historia del pensamiento filosófico de la época del Renacimiento.

Título: Historia del pensamiento filosófico en la época del Renacimiento.

Autor: Paula Gómez Alonzo.

Autor de la introducción:

Edición:

Publicación: Puebla, México.

Editorial: Cajica.

Año: 1966

Páginas: 637

 

 

SOBRE LA DIVISION DE LA HISTORIA EN “EPOCAS”. COMO INFLUYE EN LA DIVISION DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFIA.

 

Cortar la historia, ese río sin regreso, en épocas, eras, etapas, ciclos y demás, nos ha pareci­do siempre un mal inevitable, hijo de nuestra ne­cesidad mental de disección, de ordenamiento, de catalogación. Así los pobres seres vivientes que han caído bajo la «observación de laboratorio», «han perecido, de seguro en medio de terribles sufrimientos, o, si han sobrevivido, han quedado mutilados e inútiles». De su ignorado sacrificio, se han creado las ciencias de la naturaleza: del artificioso «corte» que al fluir de los acontecimientos le ha impuesto el historiador, ha surgido la historia.

El fluir mismo de los sucesos humanos, jamás ha sido detenido ni contenido, ni podrá serlo nun­ca. Solo para estudiar agrupando lo “semejante», se han hecha tantos intentos de división de la historia en épocas, eras, etc.; se han cambiado las fechas de punto de partida, a pesar de que la sucesión de salidas y puestas de sol jamás se ha interrumpido, y se han inventado tantas denominaciones para cada uno de esos arbitra­rios cortes de la Historia. Sucesos tan importan­tes como, por ejemplo en América, la invasión española del siglo XVI, del cual resultó la muer­te aparente de toda una cultura y la imposición, por medio de sangriento injerto, de otra, podrían considerarse como «jalones» de la historia; pero, examinando con mayor detenimiento tal hecho, nos damos cuenta de que no destrozó por com­pleto: (como lo hubiera deseado) la cultura ven­cida, la cual pronto se apareció en sus inevitables «supervivencias», y modificó sensiblemente a la cultura vencedora, a tal grado que, trescientos años después, la mestiza humanidad que resultó de la invasión, no se sentía española, sino pro­fundamente enemiga de España, cuyos procedi­mientos repudiaba, y de cuya tutela política se desprendió violentamente (tampoco por completo), para emprender de nuevo un camino lleno de asperezas, de incertidumbres y de fracasos, en los cuales se perciben con toda claridad, los elementos españoles, los indígenas, los criollos y los mestizos, cuyos antecedentes no se interrumpieron durante dichos siglos. Luego, ni sucesos tan tras­cendentales son marcas definitivas en el correr de los milenios.

Si observamos a la humanidad entera, sin distingos de razas ni de pueblos; si obtenemos el conocimiento de la estratigrafía de los restos en todas y cada una de las regiones del mundo, aun en las que ahora no son habitadas, y aun en las que ya no podrían serlo (fondo del mar de Creta, por ejemplo), llegaremos a la convicción (no por simple intuición, sino por rigurosa prueba objetiva y material) de que la humanidad es una sola, y de que ha pasado por etapas semejantes, evolu­tivas, lentamente variables, a veces con prisas, pero siempre sin pausas. En todos los rincones del globo (si es que puede tenerlos) los huma­nos sobrevivieron a las catástrofes geológicas, se sintieron sobrecogidos por ellas, las atribuyeron a seres poderosísimos, individuales y personales, susceptibles de enojos y de venganzas. Después obtuvieron el fuego (¿todos como Prometeo?) y fabricaron cacharros en los que vertieron con amor su misticismo y su necesidad de realizar la belleza. Comparar estos cacharros en todo el mundo es algo que asombra, pues podemos encontrar iguales estilos, formas semejantes, idénticos diseños, tanto en China como en Egipto y en América. Del cacharro pasaron a la piedra es­culpida, a la madera tallada, a la tela teñida, a la pared dibujada, al monumento, al templo. En todo el mundo ha sido igual, aunque con las diferencias cronológicas que el desarrollo o la simple aparición de la humanidad hacen necesa­rias. Lo mismo ha sucedido con la herramienta, con los inventos, con los descubrimientos, con las ciencias; igualmente con los medios de vida, con los triunfos agrícolas, los industriales, los co­merciales y con las comunicaciones, cuya evolu­ción se aprecia claramente desde el paleolítico hasta nuestros días. Encontramos inesperados paralelismos tanto en los desarrollos de la reli­giosidad y de las religiones como en la evolución del pensamiento. (No queremos aludir al movimiento evolutivo de las armas y de las guerras). Cada uno de los aspectos de la cultura ha sufri­do parecidas evoluciones en la totalidad de las regiones del globo en las que ha aparecido el hombre. De modo semejante, al evolucionar la intercomunicación, cada hombre y cada grupo humano ha aportado su propia cultura y su singular adelanto a lo que recibe como fruto de otro tipo de sabiduría. La sabiduría de otro es «esti­mulante» e induce a adelantarla, a mejorarla, a corregirla. Quien ha tenido en sus manos el ler anteojo de Galileo pronto idea el telescopio y otro más llegará a aumentar dimensiones y volú­menes del telescopio y a sincronizarlo al movi­miento cósmico; la perfección de espejos y cris­tales llega a las realizaciones actuales de Monte Palomar y de otros observatorios igualmente po­derosos. Esta evolución se observa análogamente en todos los sectores del trabajo: el descubri­miento de un proceso médico repercute en los Antípodas para ser adelantado y mejorado. De aquí las influencias y las «supervivencias». ¿Dón­de, pues, colocar las líneas divisorias de la his­toria? ¿Dónde considerar rematado y acabado algún proceso, que no continúe hacia adelante sin detenerse un Segundo?

Sin embargo, esta singular mente humana, que tantas veces se vuelve sobre sí misma, ha necesitado disecar su propia historia, y marcarle severamente los límites de sus etapas. En realidad, no tienen fundamento científico dichas marcas. Son arbitrarias, tradicionales, y se apoyan en di­ferentes puntos de vista. El criterio «eurocéntri­co», es decir, aquél que se basa en ciertos cam­bios del poder en la región occidental de Euro­pa, hace la división en «edad antigua», «edad me­dia», «edad moderna» («Renacimiento») e «Ilus­tración» y «edad contemporánea». Marca como fecha principal el nacimiento de Cristo, y de ahí comienza a contar su tiempo. Como vemos, este es un criterio verdaderamente «medioeval» (para incurrir en la misma falta). Incluye, pues, a Grecia y a Roma, como factores iniciales de su cultura; a veces, misericordiosamente cuenta a Egipto, a Caldea, a Asiria, a Persia, a Fenicia y a Palestina, en una subdivisión llamada «El Antiguo Oriente» (remoto y legendario para la Eu­ropa medieval, por lo que persiste el mismo cri­terio). Y se necesitaron avances tan audaces como el de Voltaire para considerar a China y a la India en el concierto de la historia, en el que desempeñaron y desempeñan ese papel de prime­rísima importancia, hacia el cual los europeos han sustentado el criterio del avestruz (con sus muy honrosas excepciones.) ¿Y América? Oh!, América. Pregúntesele todavía al superior talen­to de Hegel, en pleno siglo XIX.:

No tratamos de su antigüedad geológica. No quiero negar al Nuevo Mundo la honra de haber salido de las aguas al tiempo de la creación, como suele llamarse…. El Nuevo Mundo quizá haya estado unido antaño a Europa y a Asia. Pero en la época moderna, las tierras del Atlántico, que tenían una cultura cuando fueron descubiertas por los europeos, la perdieron al entrar en contacto con éstos. La conquista del país señaló la ruina de la cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, (sic) la que había de perecer tan pronto como el espíritu se acercase a ella. América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea. En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres… (Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, trad. José Gaos, t. I. pág. 171 y ss.)

Basta con esa muestra, aun cuando pudiéramos continuar escuchando el mismo tono de superioridad, tan propio del europeo… y tan equivo­cado.

Esta clásica división de la historia en períodos, división que conviene, pues, al europeo, aun cuando hasta para él está ya perfectamente anticuada, es la que rige y señorea en el estudio de la historia.

El marxismo la ha rectificado en un sentido, diremos más universal, y basado principalmente en «las relaciones de producción»: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, burguesía, capitalismo, socialismo y comunismo científico.

Pero en esta división, encontramos con que se piensa que la esclavitud finiquitó con Roma, y sin embargo, este sistema se prolongó en muchas regiones; y, durante el renacimiento europeo, el comercio de esclavos africanos era un negocio tan productivo como inhumano; en algunas regio­nes, como en el sur de los actuales Estados Uni­dos, el sistema económica esclavista llegó hasta el siglo pasado; hubo necesidad de una cruenta y larga guerra para abolirlo; y precisamente se esgrimían los motivos económicos para conservar­lo: la agricultura se va a arruinar, decían, ¿cómo podremos pagar a los cultivadores? Sin los es­clavos, adiós prosperidad de los E. E. U. U. El feudalismo se ha prolongado también hasta nues­tros días, en múltiples formas.

Otras divisiones de épocas remotas de la historia se estatuyen por las ocupaciones principales de los pueblos: recolectores, cazadores, pastores; o bien, nomadismo, patriarcado, sedentarismo, etc.

Ahora bien, cualquiera división en épocas no elimina la supervivencia de las épocas anteriores; la evolución de la humanidad es sumamente desigual, aun dentro de los mismos grupos huma­nos. Podemos decir, par ejemplo, que aun hoy se usa moler granos a mano en piedra, a pesar de los ultrapoderosos molinos eléctricos, etc. No han sido totalmente suprimidos ni la equitación, ni el transporte de carga por medio de bestias, a pesar del aeroplano rapidísimo y de alta capa­cidad de carga. Tampoco está absolutamente eli­minada la esclavitud; si ya no queda de derecho en ninguna parte del mundo, de hecho sí persis­ten algunas formas de ella, no de las menos do­lorosas, aun en ciudades aparentemente prósperas. Subsisten las prácticas de magia, aun en sectores de población que pudiéramos llamar culta. En cuanto a la medicina, a pesar del bisturí eléctrico y de otras muchas maravillas de la ciencia mo­derna, no ha sido eliminado el curandero, ni el simple «particular» que trata de curar «con yer­bas» o con otras prácticas casi siempre infantiles.

Es que la manera de ser humana es tan múltiple y diversa, y arraigan en ella ciertas ideas con tal fuerza, a través de generaciones, y de generaciones, de cambios y cambios, que siempre pode­mos encontrar un copioso sedimento reminiscen­te y capas igualmente diversificadas, atrasadas o adelantadas, en casi todos los aspectos de la cul­tura. En realidad son muy escasas las personas, diremos «revolucionarias» en cualquier sentido de la palabra o en cualquier ámbito humano; y por eso cuesta tanto trabajo hacer que la humanidad adelante un poco, aun cuando sea en grupos muy pequeños y muy selectos.

No se exime de estos vaivenes el pensamiento filosófico; todo lo contrario. La filosofía ha sido un diálogo entre los humanos, que aun no se cierra ni lleva trazas de cerrarse. El pensamiento filosófico, acompaña y sucede al devenir histó­rico; en los albores de la humanidad, tanto en China como en Europa y en la antigua América, constituyó el primer intento de explicar al mun­do «racionalmente» y no por medio de mitos y de fantasías. Es la aplicación de la mente humana, primero sobre el cosmos, luego sobre sí misma, y más tarde otra vez sobre las partes del cosmos que encontró accesibles a sus propias capacidades. Por este camino encontró la ciencia, la fundó y la aplicó.

Por esto se llamó «humanismo» a la actitud del griego en su filosofar. Por esto se llamó «Re­nacimiento» a la época en que se pretendió continuar el camino griego que en Europa había sido interrumpido por otra poderosa oleada de mitos, en franca antítesis con el pensamiento de la Hé­lade. Muy claro se nota el movimiento dialécti­co entre el griego, afirmación; el medieval, ne­gación, y la nueva afirmación sintética del rena­ciente europeo, que quiere volver a ser «humanis­ta». Persiste después de esas fechas la lucha en­tre el humanismo y el «divinismo» o «teísmo», co­mo quiera llamársele; persiste hasta nuestros días. La audacia de la humanidad al echarse a andar sin andaderas, no ha sido seguida, aunque sí apro­vechada, por el total de los humanos.

Por ello pensamos que en la historia del pensamiento filosófico de la humanidad, no existen más que dos épocas y dos aspectos: el humanista y el teísta. Pueden identificarse «a grosso modo» con el materialismo y el idealismo, en todas sus formas y en todos sus matices. El humanismo ha sido lento, tímido, precavido, y no ha dado pasos mientras no ha tenido un cimiento sólido en que apoyarse. El teísmo, divinismo e idealismo, es audaz y rápido, de fácil henchimiento, pomposo y pagado de sí mismo; pero en todas partes encuentra arenas movedizas y pantanos que no percibe hasta que se lo han tragado en sus lamas resbaladizas.

Los filósofos nahoas decían a sus discípulos:

«Que Tloque Nahuaque (la humanidad) se multiplicó y sigue multiplicándose, pero que el conjunto de sus descendientes es también capaz de esfuerzos ilimitados y es por eso indefinidamente perfectible. Que el hombre del futuro más remoto será tan perfecto que podrá Descubrir y Hacer todo, porque las manos y el corazón de los dioses estarán en él.

Que para el conjunto de los descendientes de Tloque Nahuaque esta es la suprema ley: vivir cerca y juntos como los dedos de la mano, y DESCUBRIR Y HACER con el esfuerzo unánime de todos. Porque los dioses no son eternos. Ya han desaparecido muchos y seguirán desapa­reciendo hasta extinguirse por completo cuando el hombre haya llegado a la perfección, porque entonces estarán en él las manos y el corazón de los dioses.»

(Versión de D. Estanislao Ramírez.)

Puesto que tanto el humanismo como su contrario continúan su desarrollo antagónico: como en cada una de las artificiosas épocas en que se ha dividido la historia, y por ende, la filosofía presentan ambas escuelas en su pugna tan prolongada, filósofos que las sostienen; como a veces, por la inevitable desorientación, en un mismo filósofo se dan pensamientos de ambas escuelas, o bien, por temor a la escuela más poderosa, pre­sentan sus ideas veladas, en símbolos, y aparen­tan, por temor a los daños de la poderosa es­cuela antagónica (y Giordano Bruno les da la razón, entre otros) continuar las doctrinas de los que tienen los recursos del poder, no es posible que desaparezcan, como borradas por arte de ma­gia, las doctrinas principales de la época prece­dente, sino que persisten a través de los siglos: una prueba: desde el siglo XII poco más o me­nos, se comienza a criticar el sistema de enseñan­zas escolásticas. Ya Rogerio Bacon, ya Raimun­do Lulio, ya Leonardo de Vinci, fustigan a los métodos de enseñanza y a las doctrinas de su época; sin embargo, todavía Renato Descartes, cua­trocientos años después; es víctima de lo que tanto se ha criticado; y por lo que hace a América, se necesitó el movimiento libertario de 1810, pa­ra que el sistema de enseñanza escolástica fuera superado.

A pesar de todo ello, y siguiendo la tradición, nos proponemos estudiar en este trabajo la filosofía del Humanismo, que se desarrolla en la época tradicionalmente llamada Renacimiento europeo. De cada uno de ambos vocablos procu­raremos hacer un estudio más extenso en segui­da; pero antes permítasenos insistir en que las mayores diferencias entre el modo antiguo huma­no y el actual, se subrayan a partir del naci­miento de la ciencia experimental y matemática o a partir de su desarrollo y de su aplicación a los usos prácticos de la humanidad. Mientras no mejoraron, por ejemplo, los medios de comuni­cación, es decir, mientras se usó exclusivamente tracción animal y aun humana, para el transporte la vida fue igual desde en las épocas pre­históricas. La diferencia la da el uso de moto­res y la supresión aun no total del transporte animal. Por este aspecto, salvo detalles de lujo, los Luises de Francia viajaban de la misma ma­nera que los reyes egipcios de la última dinastía. Mientras no se aplicaron los motores a la navegación, el navegante estuvo sujeto, desde los fe­nicios hasta Napoleón, a los azares de la nave­gación a vela y remo; la diferencia es radical cuando se viajó a vapor. Mientras no se cono­ció el método de anestesia, la humanidad sufrió igual a causa de las curaciones dolorosas de toda especie: la diferencia es tajante. Mientras no se imprimieron libros en buena cantidad y al alcan­ce de todos, el saber pudo improvisarse con au­dacia y se reducía a unos cuantos. El periódico y la revista son verdaderos pasos hacia adelante, mucho más importantes que la batalla de Cons­tantinopla o que la caída del Imperio Romano. Salvo el descubrimiento de América, el cual se debe también a la iniciación de la aplicación de la ciencia a la exploración, haciéndose los desen­tendidos de la biblia y de su geografía, salvo este descubrimiento, decimos, la mentalidad euro­pea es análoga desde Heródoto hasta Flavio Bion­do. Ptolomeo es seguido y discutido en pleno Renacimiento, y la sacudida psíquica del conoci­miento de la devaluación de la humanidad en el cosmos, sí puede ser una marca de división, sal­vo las conjeturas esféricas» de Dante y de Nicolás  de Cusa. Pueden multiplicarse los ejemplos que demuestran cómo en efecto, no es lógica otra mar­ca divisoria (con sinuosidades de siglos) para el actuar de la humanidad, que el momento en que se entrega a la investigación científica y luego a la aplicación de su ciencia para mejorar las formas de vivir humanas. En esta marca divisoria, los jalones son señalados por la filosofía y la ciencia: no existe, pues, mejor línea divisoria de la Historia que ésta que proponemos. Dos eras: la precientífica, y la humanista o científica. Pue­den hacerse muchas subdivisiones de cada una de ellas y aplicar cualquier criterio para encon­trar estas subdivisiones aun en mínima dimensión espacial y temporal. Pero, al ver el conjunto del desenvolvimiento humano sobre el globo, no encontramos más que estas dos grandes divisiones que pueden ser racionales y justas, no localistas ni reducidas a visiones miopes de la humanidad.

II. EL CONCEPTO DE «RENACIMIENTO»

 

La palabra Renacimiento, a fuerza de usarse, ha perdido su significado original. A pesar de la multiplicidad actual de sus  significaciones, no ha sido posible dejar de usarla en la historia, para designar una época bastante extensa y muy compleja. Muchos escritores han llamado la atención sobre la impropiedad del vocablo «Renacimiento» pero no lo han substituido por algún otro más satisfactorio. Ha tomado carta de naturalización aun en el Diccionario de la Acade­mia de la Lengua, (edic. 1956) donde, después de la acepción genuina que es la de «acción de renacer», presenta la acepción que usa la Histo­ria, así: «2. Época que comienza a mediados del siglo XV, en que se despertó en Occidente vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clási­ca griega y latina». Es decir, según la voz ma­gistral de la Academia, el Renacimiento no es más que un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina. ¿Es posible que se restrinja a eso?

Sabemos que, como fenómenos del Renacimiento, encontramos algunos geográficos, otros mecánicos, muchos económicos, otros políticos y no pocos puramente científicos; sin que olvide­mos los artísticos, tan importantes, que para mu­chas personas, decir Renacimiento es decir Mi­guel Ángel, pongamos por caso. No hemos men­cionado tampoco el otro vocablo multívoco de humanismo», el cual a nuestro juicio es el más importante de todos, y el que de verdad revela, refleja y desarrolla la quintaesencia de la época, como lo veremos más adelante. En cuanto a que el Renacimiento fuera tan sólo «un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina», nos parece que amengua mucho la importancia del movimiento renacentista, a pesar del enorme significado que contiene, y de lo que en realidad influyó ese entusiasmo sobre el pensamiento humano. Mas, en primer lugar, nunca dejó de haber en­tusiasmo por el estudio de dichas culturas: ya S. Agustín, «el primer hombre moderno» está em­papado de platonismo a grado tal, que en su «Ciudad de Dios» se nota con toda claridad la mano del Divino. Los Padres de la iglesia, aprovechan las doctrinas griegas; Alberto Magno, S. Buenaventura, y sobre todo, el de Aquino, son entusiastas estudiosos de Aristóteles; toda la escolástica, usa y abusa del Estagirita a un grado tal, que el Renacimiento podría llamarse una “rebelión» contra Aristóteles. Rogerio Bacon, en pleno siglo xiii, del cual vivió los últimos ochenta años, ya pedía, que se quemaran los li­bros de Aristóteles,…. y por eso se le conside­ra un precursor del Renacimiento. ¿Cómo nos explicamos esta contradicción? Grecia nunca es­tuvo ausente del pensamiento medieval; no podía estarlo. Las más importantes reflexiones de los patrísticos y de los escolásticos, eran sobre la coincidencia entre sus pensamientos dogmáticos, recibidos por «revelación divina», y los pensamientos griegos, adquiridos por la sola vía de la razón humana. Apunta aquí el origen de la pa­labra «humanismo», la cual también significa tantas cosas, pero se inicia aquí, en la admiración de los religiosos cristianos por el razonamiento de los griegos, razonamiento que los lleva a con­clusiones tan semejantes a las que a ellos les han sido «reveladas», y las cuales aceptan dog­máticamente, con un dogmatismo tan cerrado, que toda la autoridad aristotélica, de la cual abusan desmesuradamente, queda pálida junto a la autoridad de su dogma. La famosa querella de los universales, la cual durante siglos elaboró tantas sutilezas, ¿no tiene, toda ella, su origen en Platón? o más bien, ¿no constituye precisamente la polémica platónico-aristotélica? La edad media no hace más que complicar este problema impregnándolo de teología.

Dentro de la lenta evolución de la humanidad, la complejidad renacentista constituye una de esas marchas con adelantos, retrocesos, nuevos adelantos y nuevos retrocesos, hasta que se logra dejar atrás a los rezagados, y algunos, pocos, se deciden a lanzarse hacia adelante. Como apuntamos arriba, el inadecuadamente llamado Renacimiento (porque no se le ha inventado un nombre adecuado), prescita todos los aspectos que la humanidad ha presentado en cual­quiera de sus etapas. El orbe romano teocráti­co, hasta cierto punto tolerante con los dioses semejantes a los suyos, no fue tolerante con el nuevo dios único, necesario en ese momento a la mente de los más distinguidos pensadores. Al absorber la riqueza de todas las regiones que le fueron conocidas, este mundo romano, introdujo en su mismo seno la intoxicación de riquezas, por el odio de los que de ellas fueron desposeídos; se congestionó a sí mismo (como le pasó después a España al detentar la riqueza de su América, y como comienza a pasarles a Inglaterra y a los Estados Unidos de América, modernos succionadores de la riqueza de los pueblos débiles). Ese mundo romano, conocía y explotaba una extensa región del globo, sin tener siquiera el conoci­miento del resto del planeta; cuando los merca­deres se lanzaron a tierras más lejanas, y con sus mercaderías trajeron ideas místicas de Oriente, esclavos a millares, y corrupción de costumbres, (uno de los peores signos de debilidad de un pueblo), entonces, el mundo romano se desmoronó, casi sin ruido, y, víctima del saqueo particu­larista de pueblos más pobres, como los nórdicos, se pulverizó en el feudalismo de su cristiana edad media. No más grandes metrópolis, pero si millares de castillos y de aldeas siervas de los castillos. No más emperadores, aunque muchos aspiraron a ser caricatura de los emperadores romanos; no más letras, porque eran paganas, y no más refinamientos, porque romanos eran éstos. Pero los mercaderes seguían ampliando el mun­do, y primero con timidez, después con audacia, buscaron lugares para sus ferias, en donde no tuvieran la amenaza del autoritario saqueo de los señores; así volvieron a nacer las ciudades libres, las cuales, muchas veces, buscaban protección de un rey, o de un gran señor feudal, para esquivar la explotación de los segundones, mucho más rapaces que los grandes. Comenzó así la cristaliza­ción del estado laico, de la ciudad nueva, de la prosperidad de los mercaderes y del dominio eco­nómico de los banqueros. La exigencia de mer­caderías menos caras, impulsa a los mercaderes a buscar nuevas rutas para importar las que al­canzaban gran demanda; especialmente de los países tropicales, siempre tan delicadas y exqui­sitas. Esta exigencia va ensanchando al mundo, hasta que un navegante obstinado que andaba buscando el reino de las especies, se tropezó por casualidad con un guijarro más rico que mil (flamantes: América. «En el principio eran las es­pecies», dice irrespetuosamente Stefan Zweig al comienzo de su epopéyico Magallanes. Buscando, pues, las riquezas, se encontraron las rectifica­ciones a la Biblia y a Tolomeo. Como la huma­nidad es múltiple y diversa, y junto a los huma­nos que comercian existen siempre, aunque en menor número, los humanos que piensan, estos hechos sacudieron profundamente a las mentes de todos los que la ejercitaban, y, por una parte, les inspiraron confianza en las capacidades humanas, y por otra, ciertas dudas, al principio muy tími­das (como que a muchos les costaron la vida, al morir quemados vivos), pero después cada vez más claras y más lógicamente expuestas, sobre la eficacia de la revelación como método de cono­cimiento, y sobre la autoridad intelectual de los intérpretes de la revelación

Porque, reflexionándolo bien, y con deseos de generalización, el pensamiento renacentista puede considerarse como una evolución epistemológica, como la preparación de lo que Kant habría de formular, en el siglo ilustrado, acerca de la capacidad del hombre para conocer. Es decir, la humanidad pensante se resolvió a trabajar con sus propios medios, eliminando a las divinidades y a los que en nombre de ellas se adueñaban de riquezas, de poder y de conciencias. Considerando esto, podremos asentar que la Filosofía Renacentista es, una nueva teoría del conocimiento, antecedente inmediato y necesario de la kantiana.

Solamente que, para desconsuelo de quienes estudiamos a la humanidad y procuramos comprenderla, los pasos adelante, como ya decíamos, no son dados uniformemente. Para que la hu­manidad total se despoje de prejuicios, pase de las etapas mágicas y esclavistas a las etapas de sabiduría universal, de comprensión de su cos­mos hasta donde la ciencia se lo puede hacer comprender, y se forme conceptos también cientí­ficos de sí misma, (han de pasar todavía muchos años, quizá siglos a pesar de la prisa actual por :saber y por hacer ascender uniformemente a la humanidad entera) ; cuando eso suceda, apenas se estarán cumpliendo ideales germinados en el Renacimiento. Hoy, podemos encontrar a la hu­manidad dividida en grupos que se estratifican en todos y en cada uno de los grados de cultura y de civilización por los que ha pasado  la historia. Existen todavía salvajes, nómadas, ¿antropófa­gos?; teocráticos y magos; con lo que puede de­cirse que el Renacimiento nada ha significado para ellos. Hay muchísimas personas cuya cul­tura está en etapas muy anteriores al Renacimien­to, y al humanismo. Hay muchísimos millares y centenares de millares de humanos, que son ex­plotados en su psicología, para formar con el pro­ducto de sus ofrendas propiciatorias a los dioses, grandes instituciones capitalistas y esclavistas y mágicas.

De suerte es que, otra de las dificultades con que tropieza el estudio del «Renacimiento», es que tan sólo puede aplicarse a un sector bastante reducido de la humanidad, a pesar de que este mis­mo sector se proyecta amplificado en su propio mundo social y considera a dicho «Renacimien­to» como mundial y decisivo.

Desde el punto de vista actual que la historia ha logrado, desde la perspectiva mucho más amplia tanto en el tiempo como en el espacio que la historia ha obtenido, el Renacimiento se nos antoja disminuido, sobre todo en la forma en que ha sido estudiado por algunos autores. Por ejemplo: cuando se estudia el aspecto puramente artístico; cuando a su vez se le subdivide en Renacimiento italiano, Renacimiento español, Rena­cimiento alemán, holandés, francés, etc. pulveri­zándolo en nacionalidades tan facticias como fic­ticias. Algunos más, lo individualizan: cuando tratan de estudiar el Renacimiento, desarrollan un capítulo para cada personaje de la época. Es cierto que es indispensable también el estudio in­dividual de los hombres distinguidos, y nosotros incurriremos en él con mucha complacencia, pero esto no es en manera alguna el estudio pleno del Renacimiento.

«Ahora bien, es cierto que los grandes hombres han producido efectos decisivos en el progreso de la ciencia; pero, también lo es, que sus conquistas no se pueden estudiar aislándolas de su ambiente social. El error que se comete al no advertir esto es lo que ha llevado a recurrir a palabras que no dicen nada, como «inspiración» o «genio». Los grandes hombres resultan así empequeñecidos y vulgarizados por quienes son de­masiado limitados o perezosos para comprender­los. El hecho de que sean hombres de su tiempo, sujetos a las mismas influencias formativas y sometidos a las mismas coacciones que los otros hombres, lo único que hace es enaltecer su im­portancia. Mientras más grande es un hombre, más empapado se halla en la atmósfera de su tiempo… Porque no hay descubrimiento efecti­vo alguno que pueda hacerse sin contar con el trabajo preparatorio de centenares de científicos de menor talla y sin mucha imaginación. Estos acumulan, a menudo, sin entender completamente lo que hacen, los datos necesarios sobre los que trabajan los grandes hombres.»

(De «La Ciencia en la Historia», por John D. Bernal. Col. de Problemas Científicos y Filosóficos. Edic. Unam. Págs. 47 y 48.)

Con esto vamos viendo la dificultad del estudio de una época de límites tan indecisos en el tiempo y en el espacio; cuyos antecedentes son tan remotos, y cuyas consecuencias llegan a nues­tros días; una época tan compleja como todas las de la historia, y cuyo adelanto y cuya nove­dad, sintieron más los que la vivieron que noso­tros; una época en la que existen transformacio­nes de la vida humana, pero ni totales ni preci­samente rápidas. Vista a esta distancia, tal épo­ca nos parece más un principio que un renaci­miento: el principio del florecer humano, genui­namente humano; el principio de una nueva for­ma de vida, basada en la confianza en la razón humana, y en la aplicación de ésta a objetivos netamente humanos, «sin temores ni esperanzas» más que en la humanidad. A todo esto se vio forzada la especie humana cuando confió en su propia razón y en su propia experiencia.

Aumenta aún la dificultad, cuando no es precisamente la totalidad de la época la que ha de estudiarse, sino «solamente», la filosofía de esa época. Si no podemos desprender a un individuo de su mundo social, mucho menos podremos des­prender un modo de pensar, de la totalidad de las actividades que forman su base. Porque el descubrimiento de América, hecho netamente eco­nómico, sacudió, como ya dijimos, de tal mane­ra las mentes y las conciencias, que se tuvieron que adoptar teorías diametralmente opuestas a las vigentes inmediatamente antes. A su vez, ayuda­ron a dicho descubrimiento teorías audaces que se deducían cuando se libraba la mente de pre­juicios, especialmente bíblicos o en general teológicos. La interdependencia, la trabazón casi im­posible de analizar entre la totalidad de las ac­tividades del hombre, llevan al estudioso de la filosofía de una época determinada, a reflexionar sobre su tiempo y su momento, y así en un Diá­logo de Vives o en un coloquio de Erasmo, nos damos cuenta de las viandas de cocina o del verbalismo universitario. (La Cocina, la Universi­dad, de Vives) o de la situación de los ejércitos mercenarios (que habrían de desaparecer poco después al organizarse los pueblos en Estados y no en feudos) o bien de la estúpida y regalona vida del fraile común (Soldado y Cartujano) de Erasmo.

El pensamiento renacentista es como un despertar de capacidades humanas hasta entonces nunca desenvueltas. Si deseáramos hacer algunas comparaciones que faciliten la objetivación de nuestro criterio sobre el Renacimiento filosófico, diremos que nos parece semejante, por su signifi­cado, al descubrimiento del fuego o al invento de su producción artificial; al conocimiento de la regularidad del movimiento de los astros y a la invención de los calendarios, jalón importan­te de todas las etapas de cultura de los diversos pueblos; al descubrimiento de las leyes matemá­ticas y a la invención del compás; al descubri­miento de la medicina y a la invención de la cirugía; al súbito deslumbramiento del joven cuan­do comienza a tomar conciencia del mundo que le circunda y a entender el significado que éste puede tener para él. Alguna semejanza hay en­tre cada uno de los ejemplos citados, y el desper­tar del pensamiento humano, el «darse cuenta de que puede saber otros saberes» que hasta enton­ces le estaban ocultos o se le vedaban. Es el in­deciso despertar del viajero que ha pasado la no che en un avión, y se encuentra, al amanecer, en un país nuevo; es el súbito interrumpir de una lectura al encontrar la joya preciosa de un pensamiento original, de una verdad desconocida, de un saber anteriormente ignorado. Estos esfuerzos por comparar al pensamiento renacentista con algo más objetivo, tratan de convencernos de la calidad del paso que dio la humanidad al redondear su mundo, al inventar la imprenta, al iniciar su auto­conocimiento biopsíquico, al organizarse en ciu­dades y en Estados, abandonando los feudos; al renovar su trabajo científico y al basar totalmen­te en él su trabajo industrial, todo esto en dia­léctico intercambio con su atrevimiento de pensar con su propia cabeza, y con la audacia de aban­donar como válido todo conocimiento que no le llegara por la experiencia reforzada con la de­mostración matemática.

 

 

Silvia Magnavacca. Estudio preliminar a Heptaplus.

Título: Heptaplus

Autor: Giovanni Pico della Mirandola.

Autor de la introducción: Silvia Magnavacca.

Edición:

Publicación: Buenos Aires,  Argentina.

Editorial: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras.

Año: 1998

Páginas: 307

Presentación.

Esta edición es un homenaje a la memoria del maestro Adolfo Ruiz Díaz a diez años de la desaparición física que interrumpió su labor. Un esfuerzo que sólo la pasión puede justificar sostuvo esa tarea. De los distintos manuscritos a la espera de correcciones finales dejados por él, se ha optado por publicar éste, en el que trabajó hasta sus últimos días entre nosotros, coronando una valiosa obra.

Nacido en esta capital e122 de diciembre de 1920, se doctoró en Filosofía y Letras, con una tesis sobre Antonio Machado, en la Universidad de Buenos Aires, después de cursar sus estudios en la mítica sede que la Facultad tenía en la calle Viarnonte. La docencia lo reclamó muy pronto. Y es a través de ella, para responder a sus más altas y genuinas exigencias, que se interna en el oficio del investigador y del crítico. El campo literario, le es el más familiar. En él anuda su amistad con Henríquez Urdía. Cuando sólo cuenta 35 años, publica un ensayo sobre un poeta cuyo nombre se abre paso en la Argentina. Su título es: Borges, enigma y clave. Décadas después, y poco antes de morir, es convocado a par­ticipar del Encuentro Internacional que se hiciera en homenaje a Borges, quien precisamente solía referirse a Ruiz Díaz como «el hombre que me inventó»

Pero su destino está en Mendoza. En la Universidad Nacional de Cuyo, accede a la cátedra de Introducción a la Literatura y, durante su permanencia en ella, comienzan a sucederse artículos, ensayos, innumerables conferencias. Los ecos de su trabajo y, especialmente, de su penetración en los textos, trascienden las fronteras nacionales: la Universidad Autónoma de México y la Católica de Valparaiso lo invitan a dictar seminarios sobre escritores argentinos. En París, colabora con la radiotelevisión francesa. Con todo, el arte sigue siendo otro polo de atracción para Ruiz Díaz que aún encuentra horas para dedicar a su amor por la música y a sus dibujos. Solía reconocer haber transitado por la pintura con la misma pasión que por las humanidades y, sin considerarse un pintor profesional, poco era un aficionado. Si a ello se une su formación filosófica, el resultado natural era la cátedra de Estética que efectivamente ocupó en la Universidad cuyana desempeñándose, además, como Director de su Instituto de Lenguas y Literaturas Modernas, que él mismo fundó. A esta responsabilidad se le sumaron otras, como las del vicedecanato y decanato en varias ocasiones en esa Universidad.

Fruto de sus reflexiones en el campo de la Estética son sus ensayos sobre el impresionismo, Renoir… Leonardo. Porque, efectivamente, no podía no darse la confluencia de un espíritu renacentista con un genio del Renacimiento y, por ende, con los humanistas como testigos e intérpretes de ese tiempo adolescente en la vida occidental, De tal confluencia resultan sus estudios y traducciones anotadas del Comentario al Banquete de Platón de Marsilio Ficino y de Pico della Mirandola, que se cuentan entre sus más enjundiosos trabajos.

En el periplo de todo intelectual hay encuentros que constituyen claves en su itinerario. No es exagerado decir que uno de los más importantes en el de Adolfo Ruiz Díaz fue el que se dio con Ortega y Gasset, a quien conoce y sigue desde los veinte años y a cuyo pensamiento dedica varios cursos y conferencias. Esto le ha valido, por parte de algunos, fama de «orteguiano». Sin embargo, se trata de alguien que, como él mismo gustaba decir de Pico, es «irreductible a simplificaciones». Quizás esa compleja riqueza, que lo hacía renuente a etiquetas, tenga una explicación muy sencilla: Adolfo Ruiz Díaz fue, en el más amplio y cabal sentido del término, un hombre culto. De ahí que entendiera tan bien a los humanistas cuando sostenían que no puede llamarse plenamente humano a quien no lo es.

A pocos años de su incorporación en la Academia Argentina de Letras, y a menos aún de haber sido designado Profesor Emérito, dejando a su paso una obra tan varia como fecunda, Adolfo Ruiz Díaz partió el 6 de junio de 1988.

Aun la falaz «imparcialidad» de un curriculum consiente entrever circunstancias que signan la vida de un intelectual -con su gusto etimológico él prefería decir «estudioso»-, y comienzan a diseñar su perfil. En este caso, prefiero detenerme en dos de ellas. La primera concierne a la radicación cuyana de Ruíz Díaz. Si bien su permanencia en Mendoza lo alejé de una Buenos Aires que nunca dejó de sentir como propia, lo acogió, en cambio, con lo mejor que podía ofrecerle: la serenidad provinciana, la hospitalidad señorial y el espíritu laborioso que la distinguen. En el orden personal, ella asistió, a nuestro encuentro, ya que primero fui su alumna, después su discípula y finalmente su compañía por veintitrés años, ocho meses y nueve días. En su transcurso, vio florecer a nuestras tres hijas que se sumaron a su primogénita, Leonor. Trabajábamos juntas y era grato ser su ayudante su complemento.

En el orden intelectual, y suponiendo que pudieran separarse ambos ámbitos a la hora de medir la estatura de un maestro, Mendoza vio ampliarse también su círculo de colegas; y amigos. Los amparaba, en demoradas tardes, su conversación polifacética, de inagotable riqueza, y nuestra casa que él constituyó en punto de referencia para todos los miembros de la comunidad intelectual argentina que pasaran por la capital cuyana o se afincaran en ella.

Naturalmente, no le podían faltar discípulos. En este sentido, cabe decir que, si bien no escatimó desvelos a la hora de asumir las tareas -no siempre gratas- del gobierno universitario, prefirió las docentes. Se ocupó y preocupó más en orientar y alentar los trabajos de estudiantes y jóvenes investigadores que en promover su propia obra. Por ello, ha dejado más discípulos que continuadores, y más esbozos incitadores que libros terminados.

¿Y Buenos Aires? Buenos Aires recordaba al brillante estudiante de un tiempo, escuchaba sus conferencias, admiraba de tanto en tanto sus dibujos -he elegido algunos para ilustrar esta edición- y, sobre todo, se enorgullecía de la fecundidad de su hijo en Cuyo. Hoy, la Universidad porteña en la que se graduó apela a sus nuevas posibilidades editoriales para publicar el postrer esfuerzo de Adolfo Ruiz Díaz.

Quienes lo han conocido saben cuán cabalmente ha merecido el título de «humanista». Así pues, no puede sorprender la segunda nota que quisiera destacar aquí: precisamente su dedicación a los humanistas, sobre todo, en una época en que la lectura de éstos cobra una urgencia imperiosa, dados los inquietantes puntos de contacto que pueden trazarse entre su tiempo y el nuestro.

Su mirada se detuvo en humanistas luminosos como Pico della Mirandola, a quien hizo conocer entre nosotros con publicaciones de Goncourt y de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Cuyo: el Discurso sobre la dignidad del hombre, considerado el manifiesto mismo del Renacimiento -cuya versión fue citada por Kristeller-, y la decisiva carta piquiana a Lorenzo Medici, imprescindible para adentrarse en el epicentro del Humanismo florentino: la Academia Platónica. Dio a conocer ambas en nuestro país a través del Instituto de Literaturas Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras, al que dedicó tantos esfuerzos en la universidad cuyana.

De las obras más importantes de Pico, restaba abordar el De ente et uno, ejemplo significativo de la metafísica renacentista; y el Heptaplus, muestra igualmente significativa del enfoque hermenéutico de ese período sobre el Génesis.

En esta obra acerca del origen de la vida, texto sobre el que se extiende el Estudio del presente volumen, Ruiz Díaz eligió concentrarse en los últimos años de la suya, una existencia espléndida, en la medida en que fue generosa; brillante, porque en su austeridad alumbraba con valores esenciales; civilizada, por la finura de su inteligencia y la multiplicidad de sus talentos.

Vivió treinta y cinco años en Mendoza. Reposa en Buenos Aires. Todo está donde debe estar. Por mi parte, no diré que estoy feliz; sí, en paz.

Amalia Ugo

 

Además de suscribir lo ya dicho y de agradecer el que se me haya confiado el cuidado de esta edición, quisiera aludir brevemente a algunas características de la misma.

Si, entre las publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Heptaplus forma parte de la colección de «Libros raros, olvidados y curiosos», es precisamente por haberlo considerado parte del patrimonio filosófico y cultural de Occidente injustamente «olvidado» en nuestro medio. Por olvidado, es, además, «raro», ya que no constituye uno de los lugares comunes por los que transita la formación universitaria argentina en Humanidades. Y es también «curioso», en la medida en que nos allega los puntos de vista y el estilo de un período, de un mundo del pensamiento poco frecuentado por nosotros pero que, en cuanto herederos de él, no puede sernos ajeno. De ahí que se haya procurado brindar al lector y al estudioso la mayor cantidad y calidad posibles de elementos de juicio ante un texto sobre el origen y la constitución del universo, que suscitará alguna sonrisa displicente y, sin duda, perplejidades. En todo caso, no serán éstas demasiado diferentes de las que podrán sentir nuestros sucesores al examinar teorías actuales al respecto.

Esta versión ofrece un Estudio Preliminar en el que se introduce a la figura de Pico y al lugar que ocupa el Heptaplus en su obra, el texto latino, la versión al español confrontada con el primero, las notas correspondientes, un Apéndice de nombres y, finalmente, otro dedicado a la bibliografía.

Soy exclusivamente responsable del Estudio Preliminar y del Apéndice de actualización bibliográfica, que se ha considerado indispensable añadir, habida cuenta de los estudios publicados en la última década sobre esta obra y su autor.  En lo que concierne al texto el que se presenta en esta edición es el manejado por Ruiz Díaz, esto es el que consagró Eugenio Garin en su G. Pico della Mirandola. De hominis dignitate Heptaplus. De ente et uno e scritti vari, Firenze, Vallecchi, 1942. Con todo, lo he confrontado con la copia fotostática de las Opera de la editio Basileae del 1572, algunas de cuyas páginas acompañan este volumen. De esa confrontación no han resultado; empero, discordancias, salvo en raros casos que se señalan oportunamente.

En relación con la versión española, cabe decir que Ruiz Díaz ha seguido, en general, los criterios de traducción de los especialistas más autorizados sobre el Mirandolano, especialmente, el de Garin. Pero en este sentido, se ha de decir también que, por su misma índole, el texto del Heptaplus no siempre consiente el vuelo de la prosa en castellano al que sí invita, en cambio, el Discurso sobre la dignidad del hombre. Adecuándose al terna de este último y al mismo espíritu piquiano, la traducción de Ruiz Díaz cantaba allí a la libertad que es fundamento de esa dignidad y a las posibilidades de paz a que ella da lugar. Con pareja capacidad de adecuación, talento imprescindible en el traductor, su redacción se torna, en este caso, más contenida. Esa contención se trasluce en la reflexión que trasunta, en la prolijidad con que ha buscado las precisiones de las que las notas dan cuenta.

Precisamente en lo que a las notas se refiere, he añadido algunas, y corregido lo menos posible de las ya terminadas por el mismo Díaz, acaso algún lapsus, generalmente atribuible a la postergación de una puesta a punto para la edición. De este modo, el lector podrá estimar también la erudición de sus anotaciones. Sólo redacté aquellas que estaban señaladas en el manuscrito como tarea por completar, y siempre tratando de seguir sus pistas. También he respetado, aun sin compartirlo del todo, el criterio didáctico que lo llevó a extenderse en las anotaciones del Primer Proemio, con el objeto de ofrecer desde el inicio toda la información y las pautas de lectura posibles.

Ha sido, en síntesis, un trabajo grato y hecho, además, desde el recuerdo de la discípula y el afecto de la amiga.

Más allá de la labor del traductor, el valor de esta edición ha de atribuirse a la determinación y fuerza de su mujer, Amalia Ugo; al apoyo permanente de su hermana, Susana Ruiz Díaz; y a la solicitud del director de esta Colección, el Dr. José Emilio Burucúa.

La última mención es para agradecer la colaboración, en la revisión técnica, de dos jóvenes estudiantes, Marcelo Pompei y José González Ríos, miembros del Grupo de Estudios sobre Renacimiento del Departamento de Filosofía de esta Facultad y del Centro Renacentista Argentino, cuya creación fue un viejo sueño de Adolfo Ruiz Díaz. Al entregarme el último borrador, añadieron esta nota «extranjera»: «Ruiz Díaz ha dejado una doble enseñanza: una es la obra de Pico en sí; la otra, el carácter inconcluso de su trabajo, porque, al quedar de ese modo, se ha revelado el investigador trabajando, muestra a la que tuvimos acceso, como privilegiados aprendices».

En ellos, maestro, saludemos él futuro.

Silvia Magnavacca

 

Estudio preliminar.

 

El Heptaplus. De septiformi sex dierum Geneseos enarratione de Giovanni Pico della Mirandola es un comentario dedicado a Lorenzo dei Medici y articulado de manera septiforme -es decir en siete exposiciones de siete capítulos cada una- sobre los seis días del Génesis. El mismo título induce hoy a pensar en una obra estrictamente teológica. Sin embargo, su contenido, su índole y su finalidad la convierten en una muestra cabal de la filosofía del Humanismo. Encaremos, pues, desde el comienzo mismo de este breve estudio, su condición de tal.

Hace casi treinta años, en ocasión de una de las proezas tecnológicas de este siglo nuestro que agoniza -simétrica, por lo demás, a aquellas otras del XV-, la conquista humana de la luna, sostenía Ruiz Díaz:

«Nada más erróneo que reducir el Humanismo a una apacible frecuentación de libros, a un mero saber de letras, a una idolatría inerte del pasado en perjuicio del presente y del futuro…»

Sobre todo, nos atreveríarnos a añadir, del futuro. Muchas veces, en largas conversaciones sobre el Quattrocento florentino, y ante la insistencia de quienes recordaban sus aspectos sombríos, él subrayaba los más espléndidos, acaso buscando, en cuanto pensador, sugerencias que contribuyeran a superar este fin de milenio, a enfrentar el próximo rescatando de éste los mejores frutos de una civilización. La reacción más inmediata aunque menos reflexiva y avisada ante un planteo de este tenor es la de justificar el cómodo -y siempre supuestamente elegante escepticismo, oponiendo la salvedad de que nuestra época es más ardua que la de los humanistas del siglo XV, nuestro mundo menos prometedor que el de ellos, imaginado este las más de las veces entre oropeles, divisado casi siempre en falaces tonos dorados. Conviene, pues, ajustar ese punto de vista, recordando sólo algunas circunstancias que nos harán corregir tal perspectiva. Tomemos para ello, los quince años inmediatamente anteriores a la publicación del Heptaplus, es decir, los que van desde el 1473 al 1488.

En ese lapso, Florencia padece una peste, una crisis económica que culmina en hiperinflación, una serie de conmociones políticas cuyo epicentro es la famosa conjuración de los Pazzi, seguida por la guerra de Ferrara. En el plano internacional, se asiste a la guerra de las Dos Rosas, mientras los turcos se ciernen corno amenaza sobre el mundo cristiano; en el orden religioso, proliferan las supersticiones y se desmorona la credibilidad de la Iglesia en cuanto institución, la espiritualidad se torna más íntima y se acentúa la necesidad de un regreso a las fluentes evangélicas, en momentos que asisten al nacimiento de Lutero. También en este tiempo nace Copérnico, cuando ya se ponen en tela de juicio las convicciones más arraigadas que habían sostenido hasta entonces la visión del mundo. Ese mundo no sólo modifica su imagen -con la obvia angustia que ello conlleva- sino que además ensancha sus horizontes: Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza, contribuyendo a las condiciones de posibilidad del inmediatamente posterior descubrimiento de América.

La vida cultural y, específicamente, intelectual de la época acusaba el desconcierto. Aun en ella tenía lugar la crisis institucional, puesto que sus interrogantes más imperiosos y urgentes no encontraban eco en los claustros universitarios. Nos detendremos en este orden, ya que su rastreo nos revelará las razones que habían llevado a tal estado de cosas. Es a esa situación precisamente a la que el Heptaplus, entre otras muchas obras humanísticas, intentará responder o, por lo menos, contribuir a ello.

Las diversas formas del aristotelismo imperante en las universidades hacia fines del siglo XIII y comienzos del XIV ofrecían como una de las pocas notas comunes a todas sus vertientes el no apoyarse en el agustinismo como pilar central o, al menos, no hacerlo explícitamente. Por otra parte, es menester señalar que esas formas aristotélicas no lo son tanto por recurrir directamente a las obras de Aristóteles cuanto por utilizar perspectivas y categorías de cuño aristotélico, ya condicionadas, además, por una previa concepción religiosa de la realidad. Desde tal concepción doctrinal, cada línea universitaria se ocupa de zanjar en un sistema las cuestiona que el Estagirita había dejado abiertas. A esto debe añadirse la, consagración del método escolástico como el único válido para la discusión y la búsqueda, procedimiento que fue adquiriendo un afinamiento ya una precisión cada vez mayores. Asís los contenidos de sello aristotélico quedan, ceñidos a un segundo condicionamiento: el que les impone ese rigor metodológico que elevaba la lógica a la categoría de llave áurea de acceso a la verdad.

Todo ello se acentúa en la primera mitad del siglo XIV, durante el cual el panorama de las corrientes filosófico-teológicas podría esquematizarse como sigue:

  1. la línea especulativa: ésta es heredera de las síntesis construidas especialmente por Tomás de Aquino y Duns Escoto. El primero había trazado nítidamente la línea, divisoria entre filosofía y teología -distinción que el agustinismo no ofrecía- señalando su no incompatibilidad. El segundo fue más allá y, con un resultado discutible, mostró la pretensión de conciliarlas. Ambos sistemas coinciden en el énfasis puesto en la metafísica como fundamento de toda doctrina filosófica y, sobre todo, en el procedimiento de la disputatio en su articulación interna. Sin embargo, en el siglo XIV, ninguno de los dos se revelaba fecundo en nuevas investigaciones. Tomistas y escotistas se refugiaban, por una parte, en los aspectos puramente formales y en el aforamiento técnico de la discusión escolástica, descartando otros posibles métodos y enfoques, tanto en cuestiones filosóficas como teológicas y aun específicamente exegéticas. Por otra, se limitaban a una defensa vehemente de sus respectivas tradiciones. La dialéctica formal servía como gimnasia intelectual, pero, al convertir su condición de propedéutica en un fin en sí mismo, nada nuevo enseñaba acerca de la La teología y la filosofía ya no buscaban su confluencia y la primera se había convertido en una mera theologia disputatrix.
  2. la línea averroísta latina: tampoco ella es ajena al formalismo. Continuando una tradición iniciada en el siglo XIII, en el averroísmo latino se acentuaba la separación entre filosofía y teología. Pero lo más importante y distintivo de éste es que se había ido configurando corno philosophia naturalis: circunscribía así sus intereses al mundo de la naturaleza, en el que sumergía aun la realidad humana; en otros términos, la scientia de anima formaba parte de la­ scientia de natura. Más que subrayar la continuidad entre el mundo natural creado y el hombre como culminación del mismo y frente a él, se daba, pues, una cierta indiferenciación entre ambos, de manera que el ser humano se consideraba una de las tantas cosas naturales, un objeto de esa investigación de tipo naturalista en la que habían brillado, especialmente, los árabes. Por lo demás, ésta línea permanecía indiferente ante la habitual objeción de los teólogos cristianos acerca de que la positio fidei era la positio veritatis, dada la escisión que había practicado entre el orden filosófico y el de la fe. Por otra parte, y en lo que hace a la exégesis, los averroístas latinos, desdeñando también ellos la belleza expresiva, cercenaban sus posibilidades hermenéuticas, ya que habían sacralizado los textos de Aristóteles de su Comentador, Averroes, a quien leían en traducciones a menudo inexactas y siempre estilísticamente reprochables. Seguían así rumiando el propio material, sin extraer de él su potencial fecundidad.
  3. c) la línea lógico-experimentalista: esta corriente venía a cubrir una necesidad insatisfecha por las anteriormente esbozadas. Tanto el ocamismo corno el experimentalismo heredero de Bacon asestaron un serio golpe a la línea especulativa al insistir en la atención a lo individual, lo concreto, lo observable y mensurable, después de haber sustituido lo universal inteligible por lo individual intuible como núcleo central de la investigación filosófica. Mientras Durando de san Porciano y Pedro Auriol proclamaban que la única realidad que merecía el interés de la investigación humana era la empíricamente verificable, con independencia de cuanto hubiera dicho el Aristóteles original -a quien se remitían a veces con espíritu crítico y otras admirativamente-, Nicolás de Oresme y Alberto de Sajonia ponían en práctica ese principio y se especializaban en estudios de mecánica, preparando el terreno en el que después habría de florecer Galileo.

Como mostrará el texto mismo, el Heptaplus piquiano, por una parte,  desbordará los límites metodológicos y doctrinales impuestos a la exégesis por la línea especulativa. Por otra, cancelará la limitación dogmática del averroísmo latino apelando, en su interpretación, a la mayoría de las corrientes filosóficas y teológicas conocidas en el siglo XV, pero, sobre todo, planteando una nueva relación entre la naturaleza creada y el hombre, una vez reformulada en el Discurso la que se da entre la recobrada dignidad de éste y Dios. Finalmente, la nueva concepción de filosofía, también expuesta en De hominis dignitate, le permitirá reincorporar al campo de la indagación filosófica temas que la línea lógico-experimentalista había expulsado de él.

En más de un sentido, pues, la obra que nos ocupa constituye una muestra de la reacción humanística contra la situación que se daba en los claustros. No podía ser de otra manera, toda vez que el Humanismo es también un fenómeno de puesta en crisis del pasado inmediato. Pero es necesario apresurarse a indicar que dicha reacción tenía corno uno de sus blancos principales esas formas del aristotelismo y esa actitud que los universitarios de entonces respaldaban mediante la casi excluyente apelación a la autoridad del «Filósofo». Con todo, esto no se identifica, ni mucho menos, con un rechazo de Aristóteles propiamente dicho. Si eso hubiera tenido lugar, no se explicaría lo que también el Heptaplus da ocasión de comprobar: el hecho de que los humanistas -y en esto Pico no está solo- hayan recurrido al examen de la palabra del Estagirita. Ahora bien, de un lado, volvían a sus obras mismas, de otro, no no lo asumían con la actitud del ipse dixit sino que lo confrontaban con otros autores de la Antigüedad especialmente con Platón, y aun intentaban -y en esto Pico sí es paradigmático con  su proyectada Concordia Platonis et Aristotelis- una síntesis conciliadora de sus respectivas doctrinas. De modo, entonces, que il maestro di color che sanno»;  como había dicho Dante en referencia a Aristóteles, no es para los humanistas el único maestro. Empero, en su afán de regreso a la cuna del pensamiento occidental, en el intento de recobrar su identidad, tampoco estaban dispuestos a prescindir de su lección originaria.

También es necesario recordar que, en el otro extremo del arco de tradiciones filosóficas, hoy se está ya lejos de persistir en el prejuicio- que, además de asociar la Edad Media con el aristotelismo, identificó el Humanismo como una época fundamentalmente platónica y neoplatónica. Dos posiciones interpretativas, no necesariamente incompatibles, pueden ilustrarnos en este aspecto: son las de Kristeller y Lanza. El primero subraya que el Humanismo es aún en muchos sentidos un período aristotélico que continúa en parte las corrientes del aristotelismo medieval. Y añade que ese ataque humanístico contra la Escolástica fue no tanto un conflicto de filosofías opuestas cuanto una lucha entre disciplinas rivales. (1) En cambio, más cerca de la visión general de Garin, Lanza puntualiza qua el aristotelismo medieval se fue desmoronando paulatinamente bajo los golpes de una nueva mentalidad, cuya manifestación más evidente es la insistencia en el valor y la dignidad del hombre que, en literatura, conduce al género de la biografía y, en las artes, al retrato (2). Por nuestra parte, creemos en una visión más matizada del problema: lo que los humanistas propugnan no es la preeminencia de una disciplina por sobre otras, como tampoco es una tradición filosófica en particular lo que impugnan. En todo caso, lo que rechazan de su pasado inmediato es el uso de las perspectivas tanto aristotélicas como platónicas y neoplatónicas que los escolásticos habían hecho. En efecto, según su visión, la Escolástica, o, mejor aún, el escolasticismo, en su afán de reconstruir sobre tales perspectivas el sustento de una filosofía de la naturaleza que respaldara la investigación científica de un lado y las especulaciones teológicas de otro, había olvidado el protagonismo del hombre.

La innovación del Humanismo consiste, más que en la incorporación de categorías filosóficas nuevas o instrumentos conceptuales diversos, en una utilización diferente de los tradicionales y en la integración de perspectivas no tradicionales como las hebreas o las caldeas. Anticipemos, de paso, que, en este último sentido, el Heptaplus, en su erudita policromía, constituye, entre las obras de Pico, la más rica, casi se diría, la más lujosa.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la mencionada innovación se hizo posible en virtud de un enfoque diferente de la realidad, lo cual implica intereses y. en consecuencia, la asunción dé nuevas metodologías. Dicho enfoque; a: que los instaba la dramática urgencia de los tiempos, no estaba pautado va por instituciones como la Universidad o la Iglesia. Los movimientos culturales oficiales no respondían a las inquietudes de la época, en la que los hombres se interrogaban, fundamentalmente, por sí mismos, por su propia condición y por su destino. De todo ello deriva la consagración de lo ya apuntado: se instaura una  relación que los siglos precedentes no habían conocido entre el hombre y Dios, pero también entre el hombre y el universo. Esa impostación condiciona el ángulo desde el que se reflexiona sobre el origen de ambos, lo que explica la perspectiva del Heptaplus en comparación con anteriores comentarios al Génesis. De ello es ejemplo la insistencia piquiana en conferir a su tratado sobre los seis días de la creación una séptuple forma: la importancia que cobra el retorno del todo pero especialmente del hombre a la plenitud divina exigía el añadido de una séptima exposición, desconociendo, con una mayor libertad hermenéutica; el paralelismo entre las seis jornadas bíblicas y otras tantas supuestas exposiciones.

Pero henos aquí ya instalados en el siglo XV, más precisamente, en la segunda mitad de ese deslumbrante Quattrocento florentino. Intentemos ahora rastrear el itinerario piquiano en él, con el fin de ubicar en su transcurso el hito constituido por la obra que ahora editamos. (3)

En la Vita de Giovanni Pico, que redactó y antepuso a una edición de las obras, su sobrino Gian Francesco dividió la breve existencia del Mirandolano en dos períodos netamente diferenciados y aun contrapuestos: el primero, según él, estaría constituido por faltas morales: las aventuras amorosas, la jactancia de erudito, la ambición de gloria, la vanidad cortesana, la soberbia intelectual. El segundo periodo marcaría el arrepentimiento del impetuoso joven quien, habiendo regresado al Cristianismo, habría abandonado las pompas y preocupaciones de Babilonia por el gozo y la esperanza de Jerusalén. Para Gian Francesco, la instancia fundamental que precipita la conversión está dada por la repercusión hostil que tuvo la célebre disputa romana: a su juicio, es ella la que motiva primariamente la reforma moral de Pico. (4)

Sin embargo, y sin desconocer el asidero que esta interpretación puede  encontrar en los acontecimientos puramente externos de la vida piquiana, y, menos aún, ignorar la importancia crucial de la disputa en esa vida, nos proponemos presentarla de manera diferente. Las razones de ello son las siguientes: cuando Gian Francesco confería dicho enfoque a su relato biográfico, era ya un ferviente savonaroliano; por eso, cabe suponer que su propia posición lo impulsaba a enfatizar los aspectos morales y, por ende, cargar las tintas sobre las supuestas tinieblas del primer periodo e intensificar la luz del segundo. Creemos que semejante claroscuro, si bien es significativo y posible en los planos más íntimos y subjetivos de la vida de Pico; no traduce el itinerario de su trayectoriaen la constelación histórico-cultural ya bosquejad. Ni tampoco ilumina la naturaleza de pensamiento. Su misión fue fundamentalmente pacificadora pero también renovadora sobre la base de una reforma doctrinal que implica la reforma moral, porque la incluye y fundamenta.

El criterio que seguiremos en esta ocasión es el de considerar dos grandes etapas que, por lo demás, tampoco se pueden dividir de modo tajante. La primera abarca el período de formación de Pico y comprende todos aquellos elementos que confluyen en la gestación de su propuesta de concordia hasta el descubrimiento que él hace de la que cree su misión elementos formativos que también se traslucen, y de modo más completo que en otras obras, en el Heptaplus. La segundase centra en el planteo público de su propuesta doctrinal, de la que la obra que nos ocupa forma parte. Para ello, tomaremos corno criterio de distinción entre ambas etapas el bienio 1484-1485.

En lo que respecta a la primera etapa, conviene advertir que el espíritu abierto e inquieto, incansablemente indagador, que caracteriza al Mirandolano lo convierte en horno viator, precisamente en cuanto explorator. Ello explica los frecuentes viajes que registra este tramo y que aconsejan presentarlo subdividiéndolo en los períodos que Pico transcurre en distintas ciudades y centros de estudio, en los que va incorporando justamente los diversos elementos doctrinales de su varia y vasta formación.

Su nacimiento, el 24 de febrero de 1463, tiene lugar en tierra emiliana, en el castillo de Mirandola de los condes de Concordia, siendo el tercero de sus cinco hijos. Con su madre; Giulia Boiardo, aprende no sólo las primeras letras sino también el gusto por la fina erudición literaria de la época. El sueño materno de dedicarlo a la carrera eclesiástica se desvanece muy pronto, habida cuenta de la escasa disposición que muestra Giovanni hacia la actividad política y administrativa. Tanto por las circunstancias de su cuna y crianza como por sus características personales, Pico está predispuesto a ser un hombre arquetípico de su tiempo, dado que contaba con las dotes exigidas al refinado erudito del siglo XV. Con todo, a los 11 años es enviado a la universidad de Bolonia, célebre por los estudios jurídicos, para iniciarse en derecho canónico. Es entonces cuando se revela su afán de erudición, pero ese período da cuenta también de otro hecho significativo: el de la temprana familiaridad del Mirandolano con los procedimientos eclesiásticos y el no menos precoz trato con teólogos. Es un detalle a tener en cuenta a la hora de medir la conciencia que el Mirandolano tenía del grado de innovación de algunas de sus tesis. Ya entonces se revelan también inquietarles facetas de su temperamento: además de cierta petulancia, que lo llevaba a discutir con los hombres versados de quienes se rodeaba, muestra una insaciable sed de conocimientos, unida a una tenaz actitud crítica.

Enseguida descubre las letras en el sentido amplio del término y tiene noticias del movimiento humanístico y su inspiración, por la que se siente oscura aunque profundamente atraído. Ello acaece a través de la figura de Filippo Beroaldo. Así, cuando cuenta dieciséis años, decide proseguir sus estudios en la universidad de Ferrara, ciudad en la que permanece unos quince meses. Más que la influencia de los claustros, Ferrara le proporciona la ocasión de entrar en contacto con eruditos de la época, entre ellos, se destacan el ya famoso Guarino y el anciano Aldo Manucio, para quien siempre reservará el título de praeceptor. Insatisfecho de conocer sólo el latín, Pico adquiere entonces el dominio del griego, gracias al acercamiento entre ambas culturas que se da en esa época y que con vocaba en la brillante Ferrara a sus más notables protagonistas. Quizás en ella haya escuchado  a Savonarola, aunque es obvio que el primer encuentro no lo impresiona. Ferrara le revela la fascinación de lo clásico. Pero no había descubierto aún la filosofía.

Se imponía antes una exploración por la rueca cultural de la época. Atraído por su brillo protagónico, el joven Pico se dirige a Florencia. Tienen allí comienzo varias de las amistades más profundas que anuda: la de los hermanos Benivieni, en primer lugar, especialmente, Girolamo -junto a cuyos restos elegirá que reposen los suyos-, y, en segundo término, Poliziano, quien quizás haya sido el primero en percibir en el joven un talento mayor para la filosofía que para la poesía. Por otra parte, entabla conocimiento con figuras de relieve en el círculo florentino, que después habrían de cobrar una importancia decisiva en el periplo intelectual piquiano, aunque sin que hasta ese momento se contaran entre sus amigos: la de Marsilio Ficino, cuya De christiana religione ya había sido publicada y Lorenzo el Magnífico. El primero es citado en el Heptaplus, al segundo el Mirandolano dedicará la obra. Además, la filosofía ya ha comenzado a ejercer su seducción sobre él.

Por eso, impresionado por la solidez intelectual de Florencia y no solamente por su brillo, Pico se dirige resueltamente a la más célebre universidad italiana en materia filosófica: la de Padua. Estamos a fines del 1480 y nuestro joven sólo cuenta diecisiete años. La llave de apertura de ese mundo de discusión intelectual fue -de Padua precisamente se trataba- aristotélica. En los claustros paduanos transcurre el bienio más intenso de su formación. Pero también allí se sella el más alto blasón intelectual piquiano: la renuencia a limitarse al dogmatismo de una escuela. Aunque la orientación averroísta de Padua es indiscutible, esto no significa que se encontraran en ella exclusivamente rnaestos de esa tendencia. Ávido, Pico intenta escuchar las más diversas voces, ésas que confluirán después frondosamente en el Heptaplus, asumiendo así una actitud a la que permanecerá fiel durante todo su itinerario intelectual. En efecto, declarará tempranamente en el Discurso:

«Yo me he impuesto el principio de no jurar por la palabra de nadie, de frecuentar a todos los maestros de filosofía, de examinar todas las posiciones, de conocer todas las escuelas…»

Y ciertamente lo hizo. Además de maestros averroístas, Pico enriquece su formación con tomistas como Domenico Grimani y Antonio Pizamanno; con Ramusio, orientalista y traductor de textos árabes, en cuya lengua el Mirandolano se inicia; con Girolamo Donato, quien, especializado en el pensamiento de Alejandro de Afrodisia -otro de los recurrentes en el Heptaplus-, combatía a los lógicos de Oxford con la misma vehemencia conque insistía en la necesidad de la unificación doctrinal del Humanismo. Con  Nifo, en cambio, se interna en el pensamiento de Siger de Brabante. No podía faltar en esta lista -apenas indicadora y de ninguna manera exhaustiva- el nombre de Elías del Médigo. Con él Pico discute en Padua problemas como el de la creación y animación de los cielos. Más aún, Elías del Médigo termina por dedicar a Pico su opúsculo sobre la unicidad del intelecto, cuestión obviamente muy debatida en una universidad averroísta. Pero el aspecto más importante de la influencia sobre el joven conde de este maestro judío, de-origen cretense y que preside la escuela talmúdica italiana, concierne al aprendizaje del hebreo y de una visión judaizante de Aristóteles a través del pensamiento de Maimórides.Por varias razones, pues, la presencia implícita de este autor sobrevuela toda la obra que nos ocupa. Otro gran intelectual de prestigio en Padua se hallaba ausente durante la estancia piquiana en ella: Ermolao Barbaro, personalidad temida, respetada y discutida en ese círculo, en el que había actuado, retirándose después a su Venecia natal. Su impecable manejo del griego lo impulsaba, de un lado, a atacar a quienes no escribían con arreglo a los cánones de la elegancia literaria clásica; de otro, lo llevaba a cierta parcialidad, en el sentido de desdeñar todo pensamiento que no hubiera sido acuñado en esa lengua. A Pico le atrae la tesis de Errnolao sobre la concordancia entre Platón y Aristóteles, que ya había sido sugerida por Besarion y que Barbaro se proponía mostrar mediante la traducción al latín de toda la obra del Estagirita.

Transcurrido ese bienio, intelectualmente intensísimo, Pico se ve obligado a dejar Padua a causa de la guerra de Ferrara, puesto que la ciudad universitaria se encuentra en medio de dos beligerantes y ya no ofrece un ámbito propicio a la indagación filosófica. El Mirandolano deplora la guerra en uno de sus últimos intentos poéticos  y se refugia en su castillo natal, ofreciendo hospitalidad a quienes le permitían continuar sus estudios, entre ellos, el mismo Elías del Médigo, el célebre Aldo Manucio, y Adramitteno, uno de los tantos exilados griegos en tierra italiana. Esta estancia rnirandolana es interrumpida por un breve viaje en el que probablemente Pico haya descubierto a Savanarola y se haya impresionado con  la ardiente vocación de pureza del monje. Mientras tanto, el joven perfecciona sus conocimientos del griego y del hebreo, si bien no ha abandonado completamente todavía los ejercicios poéticos. Por fin, quema Sus elegías latinas; episodio que marca su adiós a la lírica y que es deplorado por Poliziano con más cortesía que convicción. Con todo, no es de lamentar la frecuentación poética del Mirandolano, ya que ella le otorgó un manejo de la prosa latina, que aunque alcanza su mayor expresión en el Discurso, también se revela en el Heptaplus.

Otra vinculación epistolar se destaca en este período. En efecto, en este tramo decisivo de su formación espiritual, literaria y filosófica, falta aún un encuentro fundamental: el que habría de sostener con el pensamiento platónico y neoplatónico. Un gran nombre de este mundo quattrocentesco se encargará de promoverlo: Marsilio Ficino. Recordando a aquel joven que lo había impresionado tan favorablemente en Florencia, Ficino le envía un ejemplar de su apenas concluida Theologia platonica. Con todo, este contacto signa un aspecto muy importante de los que confluirán en la redacción del Heptaplus: Ficino le revela al joven lo que habrá de constituir la base misma de la obra, es decir, la prisca theologia, basada en la convicción de Marsilio de que el pensamiento filosófico -griego -sobre todo, en lo que respecta a to theión- era deudor de la antigua sabiduría egipcia y caldea. De este modo, Pico queda vinculado epistolarmente con los dos nombres más importantes del Humanismo de la segunda mitad del siglo XV: Ficino, que encabeza la actividad filosófica extrauniversitaria; y Poliziano, que marca las pautas del nuevo movimiento poético.

Pero se halla aún separado de ellos por la distancia física. Era inevitable que se dirigiera a Florencia, el primer calo cultural de la época, cuando, por otra parte, a sus veintiún años, ya había adquirido una formación cuya solidez lo ponía en óptimas condiciones para extraer de una estancia florentina el mayor provecho intelectual. Por lo demás, el «nuevo» Platón, que atraía tan profundamente al Mirandolano, se había instalado en Florencia. Finalmente, ninguna otra ciudad ofrecía en aquel entonces tal riqueza de material bibliográfico y tan entusiasta movimiento cultural. Pico sabía que su nombre se había abierto paso precozmente entre los grandes de Florencia y, por tanto, podía esperar ser bien recibido en ella. Sin embargo… «Alerta y elegante, lúcida y entusiasta, astuta y soñadora, ágil para asimilar las más varias sugestiones del pasado y del presente y centro de irradiaciones no sólo culturales que se extienden mucho más allá de, Italia, Florencia ha crecido en altivez y no ha atenuado sus recelos localistas. Hospitalaria y seductora’ con el hombre de paso más todavía cuando es rico, gallardo y joven, Florencia no adopta de buena gana a los extranjeros. Se ha dicho que era para Pico la tierra prometida y la patria ideal [...] Más de una vez he pensado que lo florentinos nunca acabaron de considerarlo como uno de los suyos o, lo que para el caso es lo mismo, que Pico nunca llegó a considerarse un florentino». (5)

De todos modos, el joven llega a la ciudad del lirio en la primavera del 1484 e inmediatamente se relaciona con los eruditos que frecuentaban el círculo de Lorenzo, en el afán de profundizar sus estudios neoplatónicos. Se ha de recodar que, fuertemente influenciado por la filosofía alejandrina, Ficino, que introducía a Grecia en la latinidad, buscaba las líneas de conciliación entre la metafísica platónica y la aristotélica. Para ello, se apoyaba en algunos esbozos de síntesis ya trazados per los primeros neoplátonicos, en cuyo conocimiento Pico ahonda de la mano de Marsilio y cuya mención también es muy frecuente en el Heptaplus. De hecho, al arribo de Pico, Ficino se encuentra traduciendo a Porfirio y a Dionisio Areopagita. Y sella una convicción que acompañará al Mirandolano hasta el fin de su vida: el camino que desde la filosofía lleva al Cristianismo se vuelve más expedito partiendo de esa prisca theologia A la sazón, también en Poliziano la tradición platónica había encontrado otro adepto.

Un breve párrafo merece la mención de ese término clave en Pico: la prisca theologia de base fundamentalmente neoplatónica., Apresurémonos a combatir el prejuicio que suele ver en los humanistas los redescubridores de ese neoplatonismo, como si éste no hubiera transitado la Edad Media; o como si los autores del Renacimiento se hubieran valido, para obviarla, de las botas de siete leguas mentadas por Hegel. Tal desconocimiento no es imputable a ellos y, menos todavía, al Mirandolano quien ya en su correspondencia con Ermolao dio pruebas de su estima por la concepción filosófica medieval. En este sentido, más que ninguna otra obra piquiana, el Heptaplus se inserta en una filiación que no ha sido, en nuestra opinión, lo bastante señalada: la del neoplatonismo medieval que florece entre los dominicos y que se extiende por varios siglos. Al respecto, la obra que nos ocupa se acerca significativamente, en su concepción y su enfoque, a la Expositio super Elementationem theologicam Procli, a la que remitimos.

Otras relaciones entabladas por Pico en esta estancia florentina son las que lo unen a Bernardo Pulci y a Cristoforo Landino, que enseñaba retórica y poética. Sin embargo nadie estuvo más cerca de él personal e intelectualmente que Lorenzo. Con sagacidad de estadista, Lorenzo pronto comprendió que una universidad recién nacida en Florencia no podría competir con sus ya prestigiosas hermanas de Padua para los vénetos; la de Pavía; para los lombardos. Por eso, crea la de para los toscanos y, de esta manera, por una parte, compensa la menor incidencia política y económica pisana en el panorama italiano; por otra, habiendo percibido que la vida del pensamiento atravesaba en ese momento el cenáculo, preserva la exclusividad del ya constituido por la Academia florentina. Con obsesión de artista e inmediatez de político, Lorenzo defiende la preeminencia de la de su creación; con larga y lúcida mirada de filósofo, Pico, más adelante; defenderá una Ciudad posible para todos los hombres. Acaso esto los separe en el futuro, alejamiento que tal vez se hubiera ahondado de no haberlo impedido la muerte, relativamente prematura, de Lorenzo. Pero ahora los acerca el común amor a la  cultura cuyo cultivo – valga la redundancia- favorece la recién florecida paz .Ficino,  Pico y Poliziano son los pilares de la teología, la filosofía y la literatura. Sobre dichos pilares se construye un semicírculo que, como lo  refleja el fresco de san Ambrosio en el que Cosimo Rosselli los presentó de  un lado, queda respaldado por la solidez de la Florencia humanística, y de otro se abre para ofrecer a la humanidad  la civilización del Quattrocento.

Lo medular del encuentro intelectual entre Lorenzo de Medici y Pico della Mirandola se traduce en la célebre carta que el segundo dirige al primero con el propósito de elogiar los poemas mediceos. Su texto permite entrever las primeras convicciones que se van fraguando en el espíritu piquiano: una actitud espiritualmente independiente y abierta que rechaza la imitación servil de los clásicos, exigencia de verdad en cuanto que la más alta poesía  no ha de ser meramente ornamental, el afán de integración de todos los elementos que interviene en  una cuestión determinada, convicciones todas  no desmentidas en la obra a la que aquí se introduce.

Ellas se confirman y se afinan a propósito del crucial intercambio epistolar de Pico con Ermolao Barbaro, hito que proponemos como división entre las dos etapas de su trayectoria. En efecto, las cartas fundamentales de la formación piquiana ya están echadas, si bien resta aún un tramo importante de consolida. No es éste el lugar para abundar en esa correspondencia. (6) Baste indicar que la carta que Pico dirige a Ermolao, fechada el 3 de junio de 1485, constituye, al decir de Garin, un breve tratado filosófico. De hecho, se conoce como la primera obra del Mirandolano::De genere dicendi philosophorum. En ella, después de distinguir entre retórica, elocuencia y filosofía -distinción cuyo énfasis nitidez los habituales prejuicios sobre el pensamiento renacentista deberían tener en cuenta-, el Mirandolano recusa explícitamente toda forma de superficialidad: el «genus levibus nugis» no es el de los filósofos, como tampoco lo es el de la mera retórica, más preocupada en persuadir al interlocutor que en buscar la verdad. El estilo filosófico sí debe incluir, en cambio, la elocuencia. Ahora bien, ésta se funda en el poder expresivo -no necesariamente persuasivo-de traducir de manera cabal la índole del propio pensamiento y, sobre todo, la de las cosas. Desde esa perspectiva, los filósofos medievales, con su latín tan preciso pero tan lejano del de los clásicos, han alcanzado una inequívoca elocuencia filosófica. Pero, una vez más, se defiende allí la validez del estilo expresivo de cada filosofía y no sólo la escolástica. Lo reivindicado por el Mirandolano es, pues, por una parte, la validez de todo filosofar; por otra, la congruencia entre una forma mentis filosófica y el estilo de su formulación. Pero Pico no se limita a reivindicar la filosofía en cuanto tal más allá de toda posición dogmática; es la sapientia lo que busca y ésta no sólo reviste las formas rigurosas de la argumentación filosófica. Valdrá la pena recordar los dos últimos puntos a la hora de juzgar la impostación de una obra como el Heptaplus.

Arraigada ya su convicción de que cierto número de verdades son comunes a todas las corrientes de pensamiento y aun a todas las religiones, Pico resuelve demostrarla. Era la gran tarea que le imponía su recién descubierta vocación ecuménica y pacificadora. Para los espíritus que no se conceden claudicaciones, la vocación equivale a la misión. Se enfrenta entonces a una evidencia: la demostración no es revelación, exige una ardua esgrima intelectual. Con el propósito de ejercitarse en ella, el Mirandolano se dirige a París, ya que el stile parigino, impregnado de escolasticismo, convertía a su universidad en la palestra ideal para las controversias rígidamente pautadas. Habiendo frecuentado la literatura patrística griega y latina, remata ahora su formación filosófica y teológica en los autores escolásticos en el principal centro teológico de su tiempo. París lo ve asistir a las disputationes que entretejían lo que después se llamará el actus sorbonicus. Este paso era insoslayable, habida cuenta de que un proyecto de conciliación, sobre bases filosóficas y teológicas, como el que se había impuesto no podía llevarse acabó sin un conocimiento preciso de la mayor parte de las posiciones en pugna. Con todo, más allá del contenido del aprendizaje piquiano en la estancia parisina, importa señalar la experiencia fundamental que de ella recaba: el descubrimiento del valor de una polémica abierta, como las que casualmente se celebraban en París, para alguien que, como él, soñaba con una honda renovación y acuerdo de las ideas. Animado por este espíritu, Pico regresa a Italia a llevar adelante esa renovatio saeculi.

Su plan era tomar como punto de partida una pública disputa dirigida por él en Roma en la que se revisarían las principales tesis sostenidas en el pensamiento occidental. En ese debate los doctos de entonces ventilarían sin exclusión los temas filosóficos teológicos candentes en su tiempo. Pero si ése era su plan  inmediato. su designio último consistía en acordar y sistematizar en  una síntesis suprema los rnúltiples datos de diversas corrientes filosófico- teológicas. La viabilidad de tal designio se funda en la convicción piquiana -en cuya gestación Ficino había tenido mucho que ver- de la existencia de un saber absoluto que, si bien a la sazón y en la superficie se encontraba fraccionado y disperso, subyacía, reconocible, en los distintos sistemas especulativos. Este saber era concebido por Pico Corno la posible traducción humana -en distintos «lenguajes», por así decir- del contenido del Verbo. No nos extenderemos aquí sobré los aspectos particulares de la proyectada y finalmente abortada disputa, ya que ella confluye más directamente en el Discurso que en el Heptaplus. Sí hay que señalar que la misma gestación del proyecto anuncia la segunda etapa del itinerario piquiano: la de la producción.

Como no podía ser de otra manera, dada la impetuosidad del joven, en seguida pone manos a la obra para emprender esa ciclópea tarea. Se acercan ahora para Pico los difíciles tiempos de prueba en los que deberá bajar a la arena e intentar hacer oír su voz en el variado y confuso rumor de la época. Decidido a intervenir activamente en la solución de la crisis de su tiempo, que, por cierto, redundaba en la fragmentación de la visión del hombre y del mundo, Pico se dirige resueltamente a Roma. Sin embargo, no llegará directamente a ella. Se ve interrumpido, en efecto, por una irrupción de su propia juventud y de la primavera. Tiene lugar entonces el episodio -más que galante, cortesano- del rapto fallido de una dama casada con un pariente lejano de los Medici, suceso ciertamente no merecedor del estrépito que suscitó, pero capaz de despertar en el ánimo escrupuloso del joven Pico una desmedida contrición. Y elige la serenidad de Perugia y de Fratta como lugar de recogimiento y austeridad. Se entrega con redoblado  ardor al estudio del caldeo y de la Cábala bajo la guía de Flavio Mitríades.

Párrafo aparte merecen los estudios cabalísticos del Mirandolano, ya que, como se señala en la nota pertinente de esta edición, se ha exagerado su influencia en la constitución de la mentalidad piquiana y, en particular, su peso en la concepción del Heptaplus. En tal sentido, se ha de decir que, hijo por entero de su tiempo, Pico no se destaca por la precisión del racionalismo; pero también en esto -como a cualquier otro autor del que los siglos nos alejan- se lo debe juzgar a la luz de su época y no de la nuestra. En aquellos días, la crisis impulsaba a los espíritus más lúcidos -y, por eso, más angustiados- a recibir con beneplácito cualquier promesa de iluminada explicación. Los cabalistas de entonces presentaban su doctrina como la clave que permitiría comprender la realidad, la soñada ciencia universal que reduciría a una unidad insuperable todas las doctrinas filosóficas y religiosas eliminando así la confrontación entre ellas. (7) Cómo sorprenderse, entonces, del interés que personajes como Flavio Mitríades, por dudosos que fueran, despertaron en Pico, teniendo en cuenta sus preocupaciones fundamentales. Desde la pequeña Fratta, Pico escribe entusiastamente a Marsilio Ficino, comunicándole sus progresos en hebreo, en árabe y en caldeo, en especial, su frecuentación de los libros de Zoroastro, otro de los omnipresentes en la estructura del Heptaplus.

Con todo, tampoco la senda esotérica y orientalizante lo limita. Trabaja sin descanso en la redacción de las tesis o Conclusiones, que de 700 llegarán a 900, tarea sólo interrumpida por la redacción de su única obra en vulgar: un Commento alla Canzone d’amore di Girolamo Benivieni, su complatonicus amicus. Aunque rico de reminiscencias neoplatónicas, esta obra signa el alejamiento de Pico respecto de la posición más estrechamente platónica de Ficino -sobre cuyas huellas Benivieni había redactado en nueve stanze la obra comentada. Cabe indicar que el plan del Commento es confuso pero también  que Pico no tenía intención de publicarlo. No es ésta, en todo caso, una obra revisada, si bien circuló manuscrita entre los amigos de ambos. Campea en sus páginas una visión de tono neoplatónico y religioso en el que se intenta subsumir doctrinas filosóficas diversas. Prueba de ello es que se puede rastrear en este texto un pasaje de la doctrina averroísta de la doble verdad a algunas concepciones de la Cábala, paso en el que se torna evidente el intento de eliminar todo contraste.

Pero el  Mirandolano sabe que el más profundo contraste es el que se da entre las tradiciones platónica y aristotélica. Por eso, esboza el plan de una Concordia Platonis et Aristotelis. Sin embargo, lo apremia su principal designio: el del debate público. De ahí que se apresure a terminar la redacción de las tesis o Conclusiones precedidas  de la famosa  Oratio, es decir del discurso que debía inaugurar la asamblea de doctos en Roma, en cuya organización se afana. Las primeras 400 tesis son meramente expositivas y de carácter histórico: versan sobre doctrinas discutidas de la Escolástica cristiana, árabe y judía, así como temas arduos de la filosofía helenística. Algunos de estos problemas rozan el Heptaplus y han sido puntualmente señalados en las notas. Las 500 proposiciones restantes expresan las concepciones personales de Pico y, aunque no claramente heréticas, dicen de una heterodoxia intranquilizadora para muchos. Quizá no sea aventurado suponer, empero, que lo que está detrás de las tesis es lo que provocó mayor resistencia, esto es, la pax philosophica que habría de constituir la base para consolidar el sueño cusano de la pax fidei. (8)

Cabría preguntarse si los hombres de su tiempo -o de cualquier otro, aun del nuestro- estaban a la altura de un proyecto semejante. Pico creyó que el Hombre lo está. Inscribiéndose así definitivamente en el costado más optimista del Humanismo, el Mirandolano funda la posibilidad de esa paz en las más altas condiciones humanas. Por eso redacta el célebre Discurso que se llamará después de horninis dignitate como  alocución preliminar de la defensa de las tesis. Más allá del hecho -de fundamentación discutible- de que esa Oratio haya sido considerada el manifiesto mismo del Renacimiento, expresa, en todo caso, el humanismo propio de Pico. No es ésta una introducción al Discurso y, por ende, no cabe internarse aquí en él. Nada diremos que excuse al lector de volver a esas páginas que se cuentan entre las más altas que haya producido el pensamiento occidental. Pero sí cabe indicar, porque contribuirá a arrojar luz sobre el Heptaplus, no sólo la estructura y la intención de la Oratio sino también su impostación.

Respecto de esta última, es de notar que, para abordar el tema de la dignidad  y las posibilidades humanas; el Discurso no se apoya en el texto del Génesis sino en uno de sus datos fundamentales: el orden sucesivo de lo creado que hace que el hombre aparezca en último término. Se retorna así un viejo dilema en la civilización occidental: ese último lugar se puede interpretar, a la manera de Lucrecio, es decir, como signo de que el hombre es lo menos valioso de la naturaleza; o bien a la manera del Nysseno, esto es, en cuanto manifestación de que todo el mundo natural habría de estar listo para ofrecerlo en obsequio al hombre como su señor. Si bien la posición del Mirandolano en la Oratio está más cerca de la de un Gregorio de Nyssa, no coincide, en su originalidad, con ninguno de ambos. Como se recordará, su procedimiento es el de poner en boca de Dios Padre -una vez distribuidos todos los arquetipos de los distintos niveles de lo creado y de ocupar en consecuencia todos los ámbitos del mundo natural- una alocución según la cual el Creador invita al hombre, en el que se subsumen los principios de dichos niveles, a completar el diseño de su perfil indeterminado eligiendo libremente identificarse con uno de ellos. Por eso, a este co-creador de sí mismo, le es dado lo que ni siquiera al ángel se le confirió: ser lo que decida ser. La alocución que Pico pone en boca de Dios no sólo se aparta del texto del Génesis sino que procede, en el más típico estilo humanístico, en clave mítica y con un tono deliberado de supuesta «ingenuidad». Después de fundamentar así, en la primera parte, como no se había hecho hasta él, la dignidad y grandeza del hombre, Pico esboza sus posibilidades más altas: la terrena, dada por la consecución de la paz universal basada en la concordia filosófico-teológica: la trascendente, constituida por la unidad con Dios y el habitar con él en su luminosa oscuridad.

Aunque se trate de cuestiones puntuales, vale la pena mencionar la respuesta que Pico anticipa a las posibles objeciones que podrían oponerse a su proyecto, porque creemos que, en el fondo, su viabilidad -ya que no su legitimidad- subsiste teóricamente en el Heptaplus. Se le podría reprochar, dice, el carácter tal vez ostentoso de un debate público, y aquí es conveniente anotar que la publicación de una obra de exégesis bíblica como la que nos ocupa implicaba traspasar el cerco de teólogos cuyo status profesional el clero consagraba. Se añade a esto el hecho de ser promovida esta disputa abierta por un hombre de escasa edad y lo mismo podría regir para el Heptaplus redactado muy pocos años después de la Oratio. En último lugar, Pico menciona la cantidad excesiva de las tesis a debatir, como se podría apuntar aún en el texto que examinaremos la cantidad igualmente excesiva de los elementos filosóficos heterogéneos que confluyen en él.  Independientemente  de las respuestas adelantadas por el Mirandolano en el Discurso, la misma índole de los planteos previstos muestra que no tenía conciencia cabal del riesgo implicado en formular una propuesta tan hondamente renovadora como la suya ante la crisis del siglo. Ésta exigía, en efecto, el precio de un esfuerzo intelectual, una apertura mental y una disposición moral que los hombres, distraídos por preocupaciones más urgentes y de menor alcance, no acostumbran a aceptar, aun cuando con ello comprometan el futuro común. Pico temía más por los motivos expuestos -a la postre, rebatibles- que por los intereses políticos y eclesiásticos cuyo juego iría a perturbar. El hasta allí envidiable joven, el erudito benévolo y gentil, el aficionado colmado de dones, abandona sus refugios para bajar a la arena y enmarañarse incautamente en las sutiles líneas de poder que tejen la vida cortesana.

En diciembre del 1486, en un gesto peligroso que anticipa históricamente el de Lutero, imprime y fija, en la mayoría de las universidades europeas y en los ginnasi  italianos  sus Conclusiones nongentae in omni genere scientiarum. Se cree que la irónica acotación «de omni re scibili» reproduce un comentario con que Ficino aludió a la convocatoria piquiana al debate. En cambio, se ha atribuido a Voltaire el añadido hiperbólico, siglos después, del «et quibusdam aliis». Las funestas repercusiones culminan en la ya conocida frustración del proyecto y en órdenes papales de arresto contra él, condenando las Conclu­siones como «escandalosas y sospechosas de herejía». Consternado, Pico redacta en veinte noches su Apologia que, ciertamente no publicada, circuló empero entre sus amigos en forma manuscrita, acompañando una reedición de reducido número de las tesis. En lo que concierne a la propuesta de una nueva síntesis teológico -filosófica, la impugnación pontificia concernía directamente a la integración de elementos de la cábala al acervo del Cristianismo. De todos modos, se trataba de bucear un flanco vulnerable, para atacar el proyecto de renovación doctrinal que, por lo demás, era más temido que comprendido.

Entre el escándalo de sus adversarios y la tibia simpatía de sus amigos, Pico está, por primera vez, en una completa soledad intelectual y en una gran indefensión personal. La situación se agrava a tal punto que tiene que dejar Italia para dirigirse a Francia, cuyo clima era -según le constaba- más libremente polémico. La intervención de sus influyentes amistades francesas no basta para evitarle dos meses de prisión en Vincennes, de la que se libra por la intercesión de Lorenzo Medici ante Inocencio VIII. Éste, finalmente, concede al Mirandolano su regreso a tierra italiana bajo la garantía del Magnifico respecto de las futuras actitudes del conde. Sin embargo, no se siente con fuerzas espirituales para reencontrarse con la brillante vida del círculo florentino y emprende entonces un peregrinaje a Alemania para examinar allí la biblioteca de otro gran campeón ecuménico de la paz: Nicolás de Cusa. Pero, de paso por Turín, es persuadido por las cartas de Ficino y su insistencia para que regrese a Florencia. Y cede, porque su espíritu quebrantado prefiere refugiarse en el calor de la amistad que recabar fuerzas en la biblioteca de un predecesor. Se sella así la renuncia interior a la concreción de su sueño de integración y concordia. Pero no se ha desmoronado, en cambio, la convicción que articulaba y sostenía ese sueño. No obstante, Florencia sigue siendo un desafío demasiado alto para su abatimiento; de ahí que acepte instalarse en la villa medicea que Lorenzo pone a su disposición en las puertas de la ciudad del lirio, en la colina de Fiesole desde la cual se la divisa y a la que arriba en mayo de 1488.

Ya cuando lo supo a salvo y en los umbrales de Toscana, Ficino celebra el regreso de su joven amigo, por quien siempre guardó gestos paternales, no exentos de cierta displicencia en su actitud benevolente. No bien Roberto Salviati -que permanecerá muy próximo a Pico en el periodo que se avecina- se apresura a darle la buena nueva, Marsilio reacciona con su inveterada afición a las sugerencias astrológicas y atribuye a la influencia de Saturno el regreso piquiano en una carta que le dirige y que culmina con estas palabras de bienvenida: «State adunque felice e florentino». La expresión no invalida, empero, lo ya dicho sobre la relación Pico-Florencia, como tampoco lo hacen los buenos deseos ficinianos.

El conde se dio inmediatamente a un trabajo febril en el que predominan los intereses religiosos, específicamente, de comentarios a la Escritura. Planea tres: uno, dedicado a los salmos, estudio en el que Pico contaba con la asistencia del hebreo Joachanan Alemanno; otro, al Génesis, y un tercero al Padre Nuestro. La meditación piquiana de los tres textos es simultánea, ya que reflexionaba sobre ellos viéndolos complementarios, cosa que también se advierte en el Heptaplus y que Garin ha ilustrado mediante confrontaciones puntuales. (9) En cuanto a la traducción escrita de esa meditación, sabemos que no completará la relativa a los salmos de la que sólo nos quedan fragmentos. De hecho, su sobrino y biógrafo, Giran Francesco, declara haber encontrado en la biblioteca de Giovanni commentaria in ordine collocata. Son los comentarios a los Salmos 15, 47, 11, 17 y 18, publicados más tarde de modo disperso. El comentario al Pater es posterior a esta etapa.

Dos cartas de Lorenzo dan cuenta, entre otros testimonios, del estado espiritual del joven por aquel entonces. Son las que el Magnifico dirige a Lanfredini el 11 de agosto de 1488 y el 13 de junio del año siguiente. En la primera de ellas se lee:

“hace dos días, cabalgando sin rumbo fijo, encontré en las afueras de Florencia al conde de Mirandola, quien permanece con todo decoro en esta villa de los alrededores y se dedica con diligencia a estudiar”

La segunda abunda en el testimonio de su condición y nos allega, además una precisión cronológica:

“Pico se ha quedado con nosotros aquí, donde vive muy santamente y como un religioso. Ha hecho y hace de continuo dignísimas obras en teología: comenta los salmos, escribe algunas otras valiosas páginas teológicas. Dice el oficio ordinario, observa el ayuno y una gran continencia.; vive sin allegados y sin pompa; solo se sirve según su necesidad, y me parece un ejemplo para los demás hombres” (10)

Además de registrar uno de los accesos de rigor ascético habituales en el Mirandolano, este pasaje nos permite suponer que el Heptaplus fue el primer comentario efectivamente redactado por el de los tres proyectados: el párrafo de la carta de junio de 1489 menciona que “hizo” una obra teológica y que aun las “hace”, mencionando, a continuación de los dos puntos y en presente que comenta los salmos. Si a esto le sumamos el hecho de que ese año, 1489, es el de la primera edición de la obra que nos ocupa, se confirma nuestra hipótesis.

En la villa fiesolana, Pico comienza la redacción del Heptaplus precisamente en junio de 1488. (11) Se puede suponer, todo lo más, que el impulso final para iniciar la tarea haya tenido lugar a instancias de Lorenzo, sobre todo, por el hecho de haberle dedicado la obra. Pero no se trata por cierto de un trabajo que emprenda para llenar sus días, ni, menos aun, de un proyecto que improvise para paliar su frustración ante la fallida asamblea de doctos de Roma. Nos lo prueba el testimonio de una carta de Benivieni, escrita años antes, precisamente durante la primera estancia piquiana de Florencia:

“Por lo que hace a la Cábala, en tanto que ella es una interpretación de los misterios de la Sagrada Escritura, yo sé que [Pico] hizo traducir algunos libros, no para hacer milagros, como algunos se imaginan, o para hacer profecías, sino para servirse de ellos en los comentarios que tenía intención de hacer sobre el conjunto de las Escrituras.” (12) En lo que lo que concierne a su contenido mismo la sola circunstancia de la interpretación cabalística de la última exposición da cuenta,  por una parte de la probidad intelectual del Mirandolano que no acomoda sus convicciones  a la conveniencia del momento, así como de la lealtad del Magnificó al apoyarlo: por otra,, da también la justa medida de la intervención de la Cábala en el bagaje conceptual con que Pico aborda la tarea: es uno de los elementos que componen su visión filosófica y exegética, pero no la clave fundamental. De hecho, tal elemento figura al final de la obra y a manera de confirmación de lo ya interpretado a la luz de otras categorías. De su multiforme perspectiva dan cuenta también testimonios contemporáneos al joven filósofo. En primer lugar, el mismo Ficino:
De hecho, ya misma concordia lo sigue como una guía. Como la niebla se disuelve al remontar del sol, así al aparecer Pico todas las discordias se alejan y la concordia al punto de que sólo él es capaz de hacer lo que muchos han intentado: trabaja sin descanso para conciliar hebreos y cristianos, peripatéticos y platónicos, griegos y latinos” (13) El más severo Poliziano, por su parte, confirma sobre aquel a quien llamó, en  un apelativo que los siglos recogerán, »fénix de los ingenios»:»De ahora en más se ha de llamar a Pico no ‘conde’ sino ‘príncipe de Concordia’.

‘»Pico confronta con toda diligencia las opiniones de los griegos y de los latinos con 1as de los hebreos y caldeos. En tal empresa todo lo analiza y pondera, con e1 fin de que pueda revelarse la verdad o alejarse la oscuridad o corroborarse la fe o rechazase la impiedad» (14)

El veronés Mateo Bossus superior de la abadía fiesolana, viene a sumarse al círculo de los amigos que acompañan esta suerte de retiro del conde. Por sus claustros, discurría con el fiel Benivieni, con Lorenzo, con Poliziano, con Ficino, con Salviati.

Precisamente, la edición que aquí se presenta del Heptaplus está acompañada, como las que le sucedieron, de una nota inicial: es la que Roberto Salviati dirige a Lorenzo dei Medici, puesto que este último había encomendado al primero la edición del texto y el hacerlo llegar a los amigos comunes del círculo humanístico en toda Italia. De nítida tipografía, esa editio princeps no aporta datos de lugar, ni fecha, ni publicación. Pero sabernos que fue impreso, no después de julio del 1489, en Florencia, por quien tenía un nombre profético: se llamaba, en efecto, Bartolomeo dei Libri.

El texto en sí mismo ofrece dos proemios. El primero está constituido por la dedicatoria a Lorenzo, en la que, además de aludir al acrecentamiento de su interés por los textos bíblicos, declara su convicción de que en el relato del Génesis sobre la creación de los seis días están contenidos todos los secretos de la naturaleza. Pico encuentra la confirmación de este principio rector de todo el texto en las arcanas doctrinas caldeas y egipcias, en las que, en sintonía con Ficino, como hemos visto, asegura que los antiguos griegos abrevaron, especialmente, los pitagóricos y los platónicos. Más aún, reivindica explícitamente el carácter hermético de las doctrinas de Platón. Sigue inmediatamente lo que ya había revelado su correspondencia con Ermolao Barbaro: la certidumbre del Mirandolano acerca de la importancia infinitamente mayor de la verdad por sobre las formas supuestamente elegantes, certeza confirmada esta vez en el hecho, que subraya, de que ninguno de los más grandes maestros de la sabiduría, ni siquiera Cristo, ha dejado sus enseñanzas en elaborados escritos. Lo mismo, afirma, hizo Moisés con su pueblo vacilante. En la penetración del verbo mosaico, no pretende llegar adonde no lo lograron los intérpretes antiguos ni los más próximos a él en el tiempo, pero sí transitar un trecho de ese camino abierto por ellos. Aprovecha así la ocasión para ofrecer una larga lista de los más eminentes nombres de la Patrística que citará después, advirtiendo que en nada los desmentirá su propio texto. Tampoco hará mención de lo comentado por hebreos antiguos o recientes, como el mismo Maimónides. Con todo, la ejercitación piquiana en sus doctrinas se transluce en el Heptaplus, como también encuentra eco en él la frecuentación de las polémicas escolásticas de su tiempo; de ahí que fuera conveniente recordar al lector la ubicación de esos nombres, cuyo número da cuenta, por lo demás, de la real vastedad de la erudición piquiana que, como en ninguna otra, se refleja en esta obra.

A las posibles objeciones respondidas ya por Pico en la Oratio y que –insistimos- no han perdido su validez, se añaden ahora dificultades específicas de este trabajo, dada la índole del texto a comentar. El Mirandolano destaca tres: la primera es dejarse inducir a cierta negligencia en la lectura, por suponer que Moisés -a quien se atribuye el texto del Génesis- calló muchas verdades, al no estar su pueblo preparado para recibirlas. El Mirandolano desautoriza esa hipótesis, sobre el supuesto de que se trata de un texto donde la verdad está cubierta con el velo de la alegoría para no ofender la vista de los débiles, pero existe invita así a extremar el celo interpretativo, es decir, a descorrer ese velo, mostrando una actitud de cierta «osadía hermenéutica» que las sucesivas exposiciones se encargarán de confirmar. El segundo obstáculo radica, en su perspectiva, en la ambigüedad de esas páginas del Génesis, tan ricas de sugestiones. En este sentido, se niega a optar por un solo criterio de interpretación, como si percibiera que ese supuesto requisito de coherencia fuerza en realidad el texto en lugar de respetarlo. Por eso, él ampliará su examen desde nada menos que siete ángulos diferentes, lo que justifica el título mismo de la obra y su estructura. Finalmente, la tercera dificultad que presenta la empresa a sus ojos es casi opuesta a la anterior: consiste en evitar poner en boca del profeta lo que no pretendió indicar, vale decir, en distorsionar el texto, esta vez, por exceso y no por defecto. La mención de estos tres obstáculos y el modo como Pico mismo anuncia que se propone superarlos da ya una idea acerca de sus criterios exegéticos, ciertamente complejos.

En el segundo proemio presenta la estructura del Heptaplus que se divide en siete exposiciones. Las cuatro primeras abordan sucesivamente el mundo sublunar, esto es, el físico o terreno; el celeste, que abarca el Empíreo y las esferas; el angélico, que corresponde a los seres espirituales; y el del hombre. Las tres últimas exposiciones se consagran al examen de las relaciones que esos mundos guardan entre sí, con particular atención -como no podía ser de otra manera tratándose de un humanista- al universo del hombre y a su felicidad. Por las razones apuntadas, cada una de estas exposiciones se divide, a su vez, en siete capítulos que responden a los siete criterios aludidos; de ahí «heptaplus»: siete por siete. Aun en su libertad humanística, la exégesis piquiana se revela fundamentalmente acorde con el dogma religioso; mejor aún, se muestra en todo momento apegada a la cosmovisión tradicional de la Edad Media y de sus tradiciones filosóficas y teológicas. Así pues, todo el texto se manifiesta cristiano y si, en esa suerte de excursus de la última exposición, el Mirandolano apela a la interpretación cabalística lo hace desde su fe cristiana en cuanto que tal perspectiva desde su punto de vista consagra lo ya expuesto. En esto, Pico no hace nada más -y nada menos- que ofrecer una muestra de lo que había afirmado como convicción en las Conclusiones: la Cábala es un procedimiento apto para certificar la divinidad de Cristo, puesto que probaría que sus milagros fueron tales y no meras manipulaciones de la naturaleza. De ésta, en definitiva, trata el Heptaplus, en cuanto manifestación de la voluntad amorosa de Dios y de Su sabiduría.

En lo que concierne a la impostación del planteo mismo de la obra, se ha de decir que si es más tradicional que el del Discurso, ello obedece a que el objeto del texto que nos ocupa es el de una exégesis del Génesis. En otros terminos, mientras que en la Oratio de hominis dignitate parte de sus propias tesis y apela a una recreación propia y personal del lenguaje bíblico para expresarlas, aquí e1 procedimiento es el inverso: se parte de la literalidad del texto para ensayar una interpretación que ese mismo texto en cierta medida acota. Pero el planteo, que responde a la misma índole de la obra, condiciona también su tono. Tal vez por eso mismo, y no sólo -o no fundamentalmente- por el estado espiritual o por la naturaleza de la etapa del itinerario piquiano en el momento de su redacción, la prosa del Heptaplus se atiene a la austeridad de su materia y no se consiente la altura del vuelo alcanzada por el Discurso.

Fruto de la enorme variedad de la formación que hemos rastreado, la obra
que nos ocupa no tiene carácter filológico aun apuntalada también por esta disciplina. La hermenéutica piquiana enfatiza el método alegórico y anagógico. Tal  es así que, más que una interpretación, es una suerte de transfiguración doctrinal del relato mosaico que -no huelga insistir en ello- Pico no considera una mera «presentación popular», una versión de divulgación, sino una profundísima visión filosófica de la creación y de la estructura misma del mundo. Intenta penetrar  así el recóndito significado sapiencial del relato bíblico, no ofrecer un comentario histórico y filológico de sus páginas. Es en este sentido que difiere de los diversos Hexaemeron que lo precedieron y que suelen excluir de sus comentarios el séptimo día, el sábado de la felicidad y el reposo. Pico, en cambio, se propone concederle una particular atención, dado que lo asocia con Cristo y el misterio de su Redención en la Historia, es decir, en cuanto centro de toda la realidad. Así, el Heptaplus constituye la celebración de la unidad de lo real. Y su redacción recuerda, paradójicamente, a los hombres de su tiempo la belleza de la unidad, ésa que ellos no habían querido alcanzar en el plano de las ideas. Desde otro punto de vista, y siempre a la hora de confrontar el más famoso texto: piquiano con el que presentamos a continuación, se puede decir que no sólo ni principalmente ambas obras pertenecen a distintos momentos psicológicos del Mirandolano; lo fundamental de su diversidad radica en que mientras la Oratio está ligada a un momento de universalización del saber, el Heptaplus refleja una fase más meditabunda, más recogida. Por eso, es obra de gabinete que, todo lo más, podrá trasuntar algunas discusiones de cenáculo. No puede sorprender, entonces, que el aspecto hermético del pensamiento piquiano se revele por momentos en ella.

Apenas aparecido el Heptaplus y fiel a las consignas de Lorenzo, Salviati envió copias a los doctos amigos de Pico, algunos de cuyos nombres conocemos por las cartas de agradecimiento que le remitieron. En la lista figuran: Baldo Perugino, Ermolao Barbaro, Mateo Bossus, Cassandra Fedele, Bartolorneo della Fonte, Cristoforo Landino, Alamanno, Rinuccini, Battista Guarini, Marsilio Ficino. Pero cabe notar la diversidad de reacciones, aun entre los más entusiastas. Con sutil pertinacia, si se recuerdan algunas aspectos de la polémica epistolar entre ambos, Ermolao Barbaro escribió dos veces a Pico para congratularse, sobre todo, de que éste, en su interpretación, hubiera añadido a las ambiciosas lecturas escolásticas del Génesis la simple majestuosidad de las de los Padres. Más aún, en su segunda epístola, y sin abandonar su unilateralidad en la retórica, Ermolao le augura a Pico que será honrado como un nuevo san Jerónimo, erudito en latín, en griego y en hebreo.

Pleno de admiración fue también el juicio de Guarini, quien lo exhorta a persistir en la línea temática emprendida y celebra el estilo del texto en el que se unen, dice, una culta elegancia humanística con la más profunda filosofía.

Otras respuestas fueron dirigidas, en cambio, al editor. Entre ellas, la del ya anciano Landino, impresionado por la erudición del joven; y la aguda y desfavorablemente irónica apreciación de Rinuccini, que confiesa haber encontrado en el Heptaplus cosas que Moisés difícilmente hubiera reconocido como propias. La observación da pie a insistir en una advertencia ya sugerida: en virtud de su opción central por el más libre método alegórico, y más allá de su declarado propósito, el texto no ilustra tanto sobre el Génesis cuanto sobre la misma filosofía piquiana, típico exponente, por otra parte, de la producción quattrocentesca.

Como suele ocurrir -y se lo ha podido ya confirmar en lo que llevamos dicho-, también en la índole de las críticas, favorables o no, se revelan los intereses y orientaciones de quienes las formulan, a veces, con más claridad que la que ellas mismas arrojan sobre el texto criticado. Marsilio Ficino, por ejemplo, vio en el Heptaplus fundamentalmente una celebración del platonismo cristiano hecha por un «confilosofo». Su vehemencia retórica lo llevó más lejos: a decir que Dios, Creador del cielo y de la tierra, los había recreado una vez con la sabiduría de Moisés y, por segunda vez con el espíritu de Pico, con el verbo del Mirandolano. Sin embargo como ha mostrado Trinkhaus si bien Pico se acerca a Ficino en la visión del hombre y del mundo, se aleja de él en lo que concierne a la concepción metafísica de Dios y a los niveles creacionales del cosmos. (15)

Bossus ponderó la espiritualidad de la lectura de Pico y su conocimiento de la producción patrística, felicitándose de haberío albergado en la tranquilidad de su abadía fiesolana. Por su parte, y años más tarde, el sobrino Gian Francesco no podía menos que subrayar el renovado gusto de Giovanni por las Sagradas Escrituras. (16)

No obstante, aquellos de sus contemporáneos que se sintieron alarmados por el Discurso y las Conclusiones, recibieron el Heptaplus con una gran reserva mental. Desde Roma se conoce la opinión adversa de Inocencio VIII, quien a pesar de las protestas piquianas acerca de que las cuestiones tratadas en esta obra nada tenían que ver con las tesis problemáticas, cree que Pico sigue internándose por senderos peligrosos. Así pues, el filósofo no obtiene del pontífice el anhelado reconocimiento oficial de su inocencia, aun habiendo abandonado la pretensión de defender las Conclusiones. Ya no está animado por el espíritu de polémica. Su recogimiento se acentúa. Mientras tanto, la fama de Savonarola, que había crecido, sigue impresionando al Mirandolano, quien obtiene de Lorenzo que interceda ante los superiores del fraile para su traslado a Florencia. En uno de sus rarísimos errores de cálculo, puesto que no logra imaginar hasta qué punto el dominico minaría su autoridad, Lorenzo lo consigue y promueve, sin saberlo, la relación más estrecha entre Savonarola y Pico. Los unía el afán de renovación, sólo que, mientras que el fraile la circunscribía al plano moral, Pico seguía creyendo que se debía intentar en el más profundo plano doctrinal. Ambos entendían que su fidelidad al Cristianismo se jugaba en esa renovación, pero, si uno estorbaba con ello el poder mediceo, el otro alarmaba los prejuicios romanos. Ninguno renunció a sus convicciones ni a sus proyectos, si bien Savonarola dio batalla externa por ellos; Pico se retiró a librar un combate más íntimo.

Fruto de esas meditaciones es el De ente et uno, redactado durante el 1491 y dedicado a Poliziano. Breve y denso, este tratado implica otro abordaje, más profundo desde el punto de vista filosófico, del proyecto de concordia doctrinal. Por ello, toma posición contra el platonismo a ultranza de Ficino y, a la vez, contra el aristotelismo, no menos dogmático, de Antonio Cittadini. También en ese año termina el Commento a la canción de Benivieni, que muestra un itinerario ascensiona ¿el alma a Dios. Sus amistades no se amplían pero se profundiza el lazo que a une a ellas, mientras se aleja cada vez más del mundo, como si sospechara que se acercaba el momento en que habría de despedirse de él.

Cada vez más desasido de todo lo terreno, su lenguaje se hace siempre más austero. Se acentúa la influencia savonaroliana y, como contrapartida, el Mirandolano se aleja de Lorenzo. Sin embargo, cuando éste agoniza en Careggi, sede de la Academia Platónica, a fines de ese año, Pico se encuentra junto al lecho de muerte del amigo, en compañía de Poliziano, quien después describirá la escena en términos conmovedores. El precario equilibrio europeo, que con tanto acierto el Magnífico había logrado mantener, amenazaba con derrumbarse porque, como Pico sabía, las aguas que se agitaban eran muy profundas. Los acontecimientos superaron a los hombres más astutos, aunque no más sabios: comenzaba una nueva era y, pese a las advertencias de espíritus lúcidos como el piquiano, se habían negado a prepararse para enfrentarla. Pico se retira entonces a su villa de Ferrara para consagrarse enteramente al estudio y a la reflexión.

Allí recibe la noticia de la muerte de Inocencio VIII y de su reemplazo en la cátedra de Pedro por Rodrigo Borgia, quien toma el nombre de Alejandro VI. Y se hace realidad su más acariciada esperanza: la reivindicación de su nombre y un breve que anuló la condenación de la que sus tesis habían sido objeto. Con todo, no se levanta la objeción de «exceder los límites de la fe» que pesaba sobre ellas. El deseado breve llega a sus manos en junio de 1493. Dos meses más tarde, Pico redacta so testamento, haciendo donación de gran parte de sus bienes al hospital de Santa María Nova en Florencia.

Preocupado ya por temas exclusivamente religiosos, termina su comentario al Pater y redacta doce reglas para la vida noble, además de dos oraciones -una en toscano y otra en latín- que apuntan a una nueva espiritualidad. La influencia de Savonarola en este período final de la vida del Mirandolano debe ser apreciada con ciertos matices. La ardiente espiritualidad savonarolianano podía impregnar completamente la de Pico, que hundía sus raíces en un espíritu más abierto y conciliador. Con todo, aun en diferentes estilos, los animaba un mismo celo cristiano y es impulsado por él que, a instancias del dominico redacta las Disputationes adversus astrologiam divinatricem para combatir las supersticiones y, sobre todo, la supuesta determinación astral sobre la vida de los hombres. Esa supuesta influencia atentaría, de ser aceptada, contra la responsabilidad y por ende, la libertad humana que Pico había exaltado como nadie.

Mientras tanto, en el mundo, los acontecimientos se precipitan. El panorama italiano se ensombrece y, en particular, Florencia se encuentra inerme ante la ambición de muchos. Carlos VIII de Francia ve en ella un hito en su camino para bajar hasta Nápoles. Las circunstancias superan la capacidad de Piero Medici, sucesor de Lorenzo, que esconde su ineptitud para atronarlas con una actitud despótica hacia los suyos. Así, las calamidades que Savonarola profetizaba comienzan a ni mostrar su rostro más negro.  Entre tantas, una personal golpea al Mirandolano: a los cuarenta años muere, en Fiesole, su amigo Poliziano.

La soledad piquiana se hace irreparable y enferma de gravedad. Instalado en Pisa con su ejército, la noticia del precario estado de salud del conde llega a Carlos VIII, quien, junto con sus augurios de mejoría, le envía a los médicos de corte. No habrían de llegar a tiempo. Serenamente, Pico aguarda su fin, confortado por los auxilios religiosos de Savonarola, pero, sobre todo, asistido por sus más fieles amigos entre quienes no faltan Marsilio Ficino y Benivieni. Y pide ser sepultado donde efectivamente hoy reposa: en la iglesia florentina de san Mareo, junto a la tumba de Poliziano. Giovanni Pico della Mirandola expira el 17 de noviembre de 1494, a los 31 años.

Hace ya más  de dos décadas, Paul O. Kristeller formulaba una advertencia que este último cuarto de siglo ha vuelto más imperiosa aún:

«… recorremos una época que, por su misma supervivencia, ha de proponerse la
construcción  de una civilización cósmica que debería comprender todo lo que
es válido y valioso de cada tradición cultural y nacional. La fe de Pico en que la

verdad es universal, porque toda tradición puede contener una parte de ella, debería servimos en esa ardua empresa…» (17)

Con ese ánimo, y sostenidos por esa esperanza, adentrémonos, pues, en los intrincados senderos del Heptaplus.

 

NOTAS

1.- Cfr. Kristeller, P. O., Renaissance Thought. The Classic, Scholastic and Humanistic Strains, New York-London, Harper and Row, 1961.

2.- Cfr. Lanza, A., Polemiche e verte letterarie nella Firenze del primo Quattrocento, Roma, Bulzoni, 1971.

3.- Remitimos aquí al Estudio Preliminar que el mismo Ruiz Díaz antepuso a su traducción anotada del De hominis dignitate: Pico della Mirandola. Discurso sobre la dignidad del hombre, Buenos Aires, Goncourt, 1978. Nada añadiremos aquí a su magnífica semblanza de la figura del Mirandolano. En nuestro caso, nos limitaremos a subrayar algunas precisiones que contribuyan a una mejor comprensión del Heptaplus en particular.

4.- Cfr. Ionannis Pici Mirandulae viri omni disciplinarum genere consumatissimi vita per Ioannem Francescum illustris principis Galeotti Pici filium conscripta. Modena, Aedes Muratoriana, 1944

5.- Ruiz Díaz, A., “La carta de Pico della Mirandola a Lorenzo de Medici”, en Rev. de Literaturas Modernas, Univ. Nac. de Cuyo, Argentina, XIII (1978) 7-8

6.- Remitimos en esto a nuestro trabajo “Pico della Mirandola: una defensa humanística de los filósofos bárbaros”, Buenos Aires, Argos VIII (1984) 33-49

7.- Se puede ver al respecto el articulo de Rigoni, M. A., “Scrittura mosaica e conoscenza universale un G. Pico della Mirandola”, en Lettere Italiani XXXII, 1 (1980)  21-42

8.-  En este sentido, es conveniente recordar que uno de los más enconados enemigos de Pico es el obispo español Pedro García, quien habría de sostener en muy poco tiempo más una polémica abierta con Pico. Sobre esta última puede verse la obra de Crouzel, H., Une controverse sur Origéne ala Renaissance: Jean Pic de la Mirandole et Pierre Garcia. Paris, Vrin, 1977. Lo cierto es que, más allá de los temas puntuales, Garcia advierte la trascendencia renovadora de un evento como el que Pico estaba promoviendo. Por eso, insiste ante el papa Inocencio VIII para que éste redacte un breve contra el Mirandolano dirigido a los reyes Católicos, quienes le dieron curso transmitiéndolo a Torquemada. La gestión de García se apoyó en el poder del Monarca más fuerte de la Cristiandad: después de haber logrado que el pontífice se comprometiera con el rey podía considerarse muy dudoso que Inocencio revisara su
posición en favor del Mirandolano. Cfr. Fita, F., «Pico de la Mirándula y la
Inquisición Española. Breve inédito de Inocencio VIII», en Boletín de la Real Academia de la Historia XVI (1890) 314-316. Un examen de este breve revela que se subrayan en él los aspectos más judaizantes del pensamiento piquiano, cosa que, si se piensa en la situación española de ese momento era la más adecuada para exacerbar los ánimos reales. Así pues sus adversarios, como Pedro García. Inocencio VIII y el mismo Fernando V contribuyeron a consagrar el prejuicio que ve en Pico sólo un cabalista

9.- Cfr. ed. cit.; p. 31.

10.- Fabroni, A. Laurentii Medicis Mognifici Vita. Adnotationes et Monumento, Pisa, 1784, t. II, pp. 291 y 293-4. La traducción nos pertenece.

11.- En sintonía con el mundo humanístico en el que aquí estarnos inmersos, y con su afán por encontrar coincidencias significativas, no renunciamos a señalar, aunque sea de paso, que Adolfo Ruiz Díaz murió, sin completar su versión del Heptaplus, en junio de 1988, cuando se cumplían exactamente los quinientos años de la fecha en que Pico inició la redacción de la obra.

  1. Citado por Marcel. R., Marsile Ficin, Paris, 1958. Subrayado nuestro.

13.- Ficini, Opera, Venezia. Figliucci, 1547, I. f. 890.

14.- Miscellanea, cap. 94.

15.- Cfr. «Cosmos and Man. Marsilo Ficino and Giovanni Pico on the Structure of the Universe and the Freedom of Man», en Vivens Homo V, 2 (1994) 335-357.

 16.- Para mayores precisiones sobre esta parte de la inmediata valoración de la obra que nos ocupa, remitimos a Giovanni Di Napoli, Giovanni Pico della Mlirandola e la problematica dottrinale del suo tempo, Roma-Paris, Desclée, 1965, pp. 202 y ss.

17 «Giovanni Pico della Mirandola and his Sources», en L’opera e il pensiero di G. Pico della Mirandola nella storia dell’Umanesimo, Firenze, Istituto Nazionale di Studi sul Rinascimento, 1965; t. I. p. 84.