Título: La cena de las cenizas.

Autor: Giordano Bruno.

Autor de la introducción: Ernesto Schettino.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 1972

Páginas: 227

 

Introducción.

 

Uno de los privilegios, si realmente lo es, que Bruno comparte con muchos grandes hombres, pero que él posee en raro grado, es el de ser a la vez célebre y desconocido, ilustre y oscuro.

Paul-Henri Michel

Giordano Bruno es una de esas extrañas figuras en la historia del pensamiento cuyo reconocimiento e importancia se presentan sólo después de pasado cierto tiempo. Podríamos incluso asimilarlo, guardando las proporciones, a aquellos artistas incom­prendidos cuya obra y personalidad son valorizadas una vez que han dejado de existir; sólo que en el caso de Bruno el problema es más complicado, pues se han necesitado cerca de tres siglos para ello y, además, resulta que en su tiempo no fue desco­nocido ni tampoco subestimado. ¿A qué se debe, entonces, que después de su muerte haya pasado a ser un desconocido ilustre? ¿Cuál fue la causa de que durante mucho tiempo sus doctrinas se hayan como borrado y marginado? ¿Por qué razones re­surge ahora su personalidad?

Intentar responder a estas interrogantes, aunque sólo sea de manera muy general, puede proporcionarnos la mejor carta de presentación para La cena de las cenizas.

Gordano Bruno nació en Nola (de ahí que gustase hacerse llamar «El Nolano» y a su filosofía «La Nolana filosofía»), ciudad del reino católico de Nápoles, en 4 año de 1548, es decir, unos tres años después de iniciado el Concilio de Trento, y como dos años después que éste finalizara ingresó en la Orden de Santo Domingo. Le tocará, por tanto, vivir los momentos más álgidos de la Contrarreforma y de las guerras de religión formando parte de uno de los baluartes más importantes de la Iglesia.

En este ambiente, el Nolano se muestra como un hombre sumergido en profundos crisis de conciencia religiosa; crisis que durarán desde sus años en el convento dominicano de Nápoles (sobre todo a partir de 1575, en que se doctora en Teología), hasta el día de su suplicio en Roma, el 17 de febrero de 1600.

Durante su permanencia en el convento, Bruno adquiere una sólida formación escolástica, tanto en Teología come en Filosofía; ésta de tipo fundamentalmente aristotélico, que era la predominante en las escuelas y universidades de la época y de la cual revela un profundo conocimiento en sus escri­tos, especialmente en sus críticas. Pero, al mismo tiempo, su mente inquieta y abierta logra alcanzar un saber que rebasa los límites de la enseñanza ofi­cial, gracias al privilegio de contarse entre los pala­dines de la Iglesia contra los herejes, es decir, en la Orden de los Predicadores, y debido también a otras habilidades que desconocemos, el hermano Bruno llega a conocer obras prohibidas o semiprohibidas: tratados protestantes, libros sagrados no cristianos, escritos esotéricos, obras de materialistas de la Antigüedad y la Edad Media, herejías del cris­tianismo primitivo, etcétera.

Estos estudios le permiten una visión bastante amplía de la realidad y despiertan a tal grado sus reflexiones personales, que acaban alejándolo de la ideología oficial. Algunos de los aspectos de este alejamiento atañen a cuestiones de índole directamente religiosa unas de fondo, tales como el poner en duda algunos de los dogmas esenciales del cris­tianismo: la divinidad originaria de Cristo y de la Inmaculada Concepción; otras, menos importantes, por ejemplo la crítica de la castidad, del culto a los santos y de la adoración de imágenes; y otras, por último, sin trascendencia teórica, como la repulsa de la estrechez mental y la hipocresía de algunos de  sus hermanos en religión.

Pero si aunamos a lo anterior la situación imperante en la época y el carácter polémico y mordaz del hermano Bruno, obtenemos como resultante la inevitable fuga del convento, ante la inminencia de un juicio por impiedad y desobediencia y, lo que era aún peor, por herejía.

A partir de ese momento —1576–, Bruno lleva una vida no tanto de prófugo como del filósofo errante en busca de un sitio donde poder vivir en paz, que le permita ganar los medios de sustento necesarios y donde exista la suficiente tolerancia para desarrollar libremente la nueva filosofía que comienza a germinar en él. Lugar que jamás halló, ni entre católicos ni entre protestantes: en unas partes más, en otras menos, se encontró siempre frente a un mundo de intolerancia, en el que no había cabida para un intelectual de pensamiento libre con una concepción revolucionaria del mundo, cu­ya idea central era la de un Dios-Naturaleza, y a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Roma, Siena, Lucques, Noli, Chambéry, Ginebra, Lyon, Aviñón, Montpellier, Toulouse, París, Londres, Wittemberg, Praga, Helmstadt, Francfort, Zurich, Venecia y, finalmente, de nuevo Roma, son los puntos de su peregrinaje. De éstos, pese a todas las contingencias, París, Londres, Helmstadt y Francfort serán los sitios más propicios para él; y la mejor prueba de ello consiste en que en estas ciudades fue donde publicó o redactó la mayor y más importante parte de sus obras.

Ginebra, Venecia y Roma serán las estaciones más negativas, ya que en la primera está a punto de ser llevado a la hoguera por los calvinistas, en la segunda es aprehendido y conducido ante la Inquisición, y en la tercera, después de siete años de pri­siones, es quemado vivo en el Campo di Fiori. En Ginebra –1579— logró salvarse mediante la retrac­tación, cosa muy comprensible, ya que en aquel en­tonces apenas había llegado a publicar algo; en cambio, la situación es diferente cuando cae en ma­nos de la inquisición de Venecia —1592—, y des­pués en el proceso romano —1593 a 1600—, pese a que con notable insistencia y vacilaciones se le pi­dió la retractación, pues si bien en este momento está dispuesto a renunciar a sus herejías e impieda­des (es decir, a sus errores religiosos), no se muestra inclinado a ello en cuanto a las tesis filosóficas que, aun teniendo implicaciones teológicas, son conside­radas por él como la verdad; no está dispuesto, por tanto, a abandonar su amada filosofía.

Su condena por herejía, así como las diversas excomuniones de que fue objeto por parte de católi­cos y protestantes, resultarían ser, a la larga, uno de los obstáculos para la difusión e influencia del pensamiento bruniano. Por una parte, filósofos y científicos posteriores no se atrevieron a utilizar abiertamente sus teorías o nombrarlo, por temor a ser también ellos condenados; y, por la otra, sus obras fueron prohibidas en casi toda Europa, ra­zón por la cual no se reeditaron sino hasta el siglo XIX, siendo de difícil acceso en las pocas bibliotecas donde se llegaron a conservar, como sucedía aún en época de Hegel, quien nos dice:

Las obras de Giordano Bruno fueron declaradas heréticas y ateas tanto por los católicos como por los protestantes y, por esta razón, quemadas, destruidas y mantenidas en secreto. Es, por ello, muy difícil encontrarlas reunidas, aunque la mayoría de ellas se hallan en la biblioteca de la universidad de Gotinga; En general, estas obras son muy raras, circulan poquísimo y se hallan, con frecuencia, prohibidas; en Dresde figuran todavía entre los libros vedados, de que los lectores no pueden disponer.

Podríamos agregar a esto que el propio Hegel tuvo que valerse de referencias para formarse un jui­cio acerca de Bruno.

Képler, Galileo, Gilbert, Gassendi, Descartes, Spinoza y Leibniz, para no nombrar sino a los más importantes, acusan de alguna u otra forma su influencia, y tomaron, quien más quien menos, direc­ta o indirectamente, elementos de sus teorías; pero apenas encontramos una que otra referencia suelta a él, como es el caso del reconocimiento póstumo de Gilbert.

Prácticamente, habrá que esperar hasta fines del siglo XVIII, para que Jacobi y otros autores redescubrieran a Bruno, y muestren —tal vez en forma exagerada— la influencia que había ejercido entre bastidores sobre la filosofía y la ciencia posteriores en especial con relación a Spinoza.

Es cierto que en algunas obras de los siglos XVII y XVIII se menciona a Bruno, pero muy aisladamente, con gran ignorancia —o mala fe— acerca de su vida y filosofía y, por lo regular, además, para reconocer la justicia de su ejecución por hereje. También es cierto que algunos librepensadores co­mienzan a elevarlo al rango de mártir de la libertad intelectual frente a la Iglesia, pero lo hacen con pa­recida ignorancia. Por cierto que esta imagen de mártir es la más popular de Bruno, pero —pese a ser auténtica— es precisamente la más perniciosa para un análisis objetivo del pensador.

El furor heroico

La personalidad de Bruno es muy compleja, has­ta tal punto, que algunos han llegado a pensar en su desequilibrio mental; sin embargo, esta caracterización, además de excesiva, es injusta, y demuestra la incomprensión del sentido trágico de su vida. Y lo de trágico no es mera figura retórica, sino realidad; incluso literaria, como demuestran el Bruno de Brecht y El hereje de Morris West, quienes vieron en el Nolano un personaje de estas características.

Bruno se enfrenta continuamente al trance de renunciar a su libertad y a sus ideas a cambio de una vida tranquila y segura; pero, después de ciertas vacilaciones, elige siempre la lucha y la autenticidad, arrostrando, las consecuencias de su decisión. De ahí que no sea falsa la imagen de «Heraldo y mártir de la nueva y libre filosofía» (Spaventa) o la de hé­roe de la libertad intelectual, desarrollada por Ho­rowitz en su The Renaissance Philosophy of G. Bruno.

El Nolano tiene conciencia de su situación. No pretende ser mártir, no busca el sacrificio; por el contrario, intenta en varias ocasiones la reconciliación con la Iglesia. Durante su primera estancia en Roma, después en París y más tarde en Venecia, hace gestiones para lograrla, acudiendo para ello a personajes influyentes con esa esperanza; y no sólo lo intenta con los católicos, sino también con los protestantes. Pero siempre resulta inaceptable para él la condición que le imponen: la renuncia a sus ideas, a su filosofía.

De nada le vale afirmar en cuanta ocasión se le presenta que su filosofía no sólo no es contraria a la verdadera teología, sino que incluso es la más favorable para la auténtica religión, pues es toda ella una alabanza del infinito efecto de la infinita po­tencia de Dios; como tampoco le sirve el tratar de distinguir nítidamente los campos entre filosofía y teología, para proclamar en seguida que él no tiene pretensiones de teólogo, sino de filósofo. Pues, aunque verdaderamente creyera esto (como piensa Guzzo) o se tratara de un escudo contra posibles ataques (como nos inclinamos a pensar), no cabe duda de que su filosofía tenía serias implicaciones teológicas, sobre todo de carácter panteísta, que por lerdos que fueran sus enemigos y los inquisidores, no era fácil pasar por alto.

Además, la filosofía predominante en las universidades de su tiempo era la aristotélica, la cual ha­bía recuperado fuerza después de los embates del platonismo en el siglo anterior, tornándose, inclusi­ve, más dogmática; y, por si fuera poco, la Contra­rreforma tomaba como base de su estructura ideo­lógica el tomismo. E1 Nolano no lo ignoraba; como ya señalábamos anteriormente, se había formado en el ambiente aristotélico-tomista y conocía de manera profunda a Aristóteles y a Santo Tomás, lo que le permitió hacer una crítica radical del siste­ma. Del segundo apenas si lo menciona en sus obras, aunque esté impregnado de sus doctrinas en muchos aspectos, y cuando lo hace es con aparente respeto (sí bien veladamente se llega a burlar de él, junto con los demás doctores de la Iglesia); en cambio, del primero hace una crítica y una referen­cia constantes en toda su obra y, como veremos, La cena –junto con Del infinito— constituye lo que podríamos denominar la «antifísica» aristotélica. No obstante, como señala Mondolfo, «el estudio atento de Aristóteles no es para él un fin en sí mis­mo, sino que debe servirle para luchar con mayor eficacia contra las teorías aristotélicas, al oponerles las propias de la infinitud, unidad y animación del universo.”

Sin embargo, es necesario señalar que, si a prime­ra vista el Nolano se presenta como el más encona­do y radical crítico de Aristóteles, analizando la co­sa más a fondo, nos encontramos con que su oposición no es absoluta, ni tampoco está hecha a la lige­ra. Primero, sus ataques a Aristóteles son, en mu­chas ocasiones, más que nada un medio de lucha contra los aristotélicos de su tiempo, las más de las veces farsantes y superficiales. Segundo, Bruno re­sulta ser en muchos aspectos aristotélico, cuando menos en la forma, por lo que con razón ha sido incluido dentro de la ‘izquierda aristotélica. Terce­ro, la crítica a las teorías de Aristóteles no es glo­bal, ya que en muchos puntos el Nolano reconoce su valor y se adhiere a ellas, sobre todo en lo que se refiere a la ética, la política y la lógica (que por cierto es lo más vivo de las doctrinas del Estagirita), pero también de manera ocasional a la física y a la metafísica. Cuarto, como se ha llegado a reconocer, es entre los críticos renacentistas, el más profundo y serio conocedor de Aristóteles. Quinto, acepta parcialmente muchas tesis de los aristotélicos de iz­quierda, en especial de Averroes, como se puede ver claramente en De la causa. Más aún, en el diálogo IV de La cena declara haber sido por un tiempo —cuando era «menos sabio y más joven»— seguidor de Aristóteles.

Pero precisamente esto lo convertía en un enemigo todavía más temible para los aristotélicos me­diocres que eran sus adversarios, ya que Bruno no sólo rebatía sus doctrinas con fundamento, sino que, además los ridiculizaba por ignorar o interpre­tar de manera equivocada teorías del propio Aristó­teles; razón por la que llegaban a odiarlo y hostili­zarlo de tal forma, que en muchas ocasiones fueron ellos quienes lo obligaron a marcharse de alguna ciudad, cerrándole las puertas de las universidades y de los círculos intelectuales. Sus obras reflejan es­te ambiente de animadversión de que fue objeto; particularmente La cena, que constituye un verda­dero documento acusatorio contra los doctores de Oxford, a la par que una defensa de su propia acti­tud.

Es verdad que en su peregrinaje no sólo encontró adversarios, sino también amigos y aun seguidores, pero éstos no lograron retenerlo por mucho tiempo en un sitio, ni siquiera cuando lo apoyaban y protegían personajes poderosos, como es el caso del pro­pio Enrique III en París o del duque de Brunswick en Helmstadt.

El defecto —si lo es— del Nolano consistía en no poder permanecer callado ni impasible ante la ignorancia y la presunción aunadas (no era lo que co­múnmente se denomina hoy un «político») y, al mismo tiempo, en una necesidad interna de expre­sar y defender sus concepciones en todo tiempo y lugar. Como él mismo nos deja entrever, intentaba ser prudente; pero la injusticia, la hipocresía o el error lo provocaban con relativa facilidad y, enton­ces, salía a flote su combativo espíritu napolitano. Sin embargo, la polémica, la disputa no es en él al­go accesorio o superficial; por el contrario, consti­tuye un aspecto vital e intrínseco de su personalidad y de su pensamiento; más aún, representa una necesidad filosófica que explica la forma de diálogo que revisten sus obras italianas, en las que afirma y pule sus innovadoras teorías frente a los adversa­rios, caracterizados por los aristotélicos, los gramá­ticos, los ópticos, los pedantes y los asnos, que por lo regular son todos uno y lo mismo.

Lo grave es que el lenguaje polémico (y podemos suponer que en la vida real se expresaría de modo semejante a sus escritos) resultaba algunas veces bastante violento, llegando a abusar de las diatribas y del sarcasmo ante lo que el definía como la «sa­grada asinidad». Lo cual no obsta para que, cuando se trata de disputas serias, su argumentación sea sólida y objetiva, pues respetaba siempre, cuando el caso lo requería, las reglas escolásticas de la disputación. No obstante, este carácter bruniano suscita ante él dispares sentimientos: de una parte, respe­to, admiración, aplauso; de otra, una sensación de charlatanería, de desagrado, de agresividad no refrenada.

Hegel veía en esto una limitación de la filosofía de Bruno:

 

Y es natural que quien trabajaba de este modo no llegase nunca a desarrollar debidamente su pensamiento. El carácter fundamental que muchas de sus obras presentan es justo, de una parte, el que responde al hermoso entusiasmo de un alma noble que siente palpitar dentro de sí el espíritu y que sabe que la unidad de su ser y de todo ser constituye la vida íntegra del pensamiento. Hay algo de báquico en el modo como aborda los problemas esta pro­funda conciencia, que se desborda para convertirse en verdadero objeto de sus especulaciones y expresar así su riqueza. Este pensador sacrifica siempre a su gran en­tusiasmo interior sus circunstancias y condiciones perso­nales, y ello explica que aquel entusiasmo no le deje nun­ca tranquilo. Es, para decirlo en pocas palabras, «un es­píritu inquieto que no sabe ponerse de acuerdo ni si­quiera consigo mismo».

 

Pero resultaría falso ver en esto solamente un rasgo negativo del temperamento del Nolano, pues, por un lado, este carácter es común  a gran parte de los pensadores renacentistas (si bien en él aparezca acentuado), como una expresión de la lucha ideológica de esta época de transición; y, por otro, que consideramos esencial, Bruno eleva a nivel teórico esta actitud.

En efecto, todo esto envuelve un concepto fundamental de Bruno: el furor heroico. Concepto que denota una actitud de su aristocratismo intelectual de corte renacentista, y que recuerda bastante la categoría heraclítea de «despiertos», como la de «dormidos» se refleja en la de la sagrada asinidad.

El furor heroico es, para el Nolano, la suprema categoría moral; representa el más alto valor humano, ya que el verdadero filósofo, el furioso, esté más cerca de la divinidad que cualquier otro ser, por conocer los profundos secretos del universo (anticipo del spinoziano «amor intelectual de Dios»). El auténtico filósofo no necesita que le im­pongan normas morales, sociales o religiosas de ca­rácter externo, pues su saber se las proporciona co­mo normas internas; ni siquiera necesita de las Sa­gradas Escrituras de religión alguna, ya que posee el conocimiento científico; su espíritu es libre y, por ello, resulta absurda cualquier coacción que trate de ejercerse sobre él. La moral, las leyes, los dog­mas, son sólo válidos para la multitud, para el vul­go, que, por hallarse en minoría de edad intelec­tual, necesita que la fiscalicen, la guíen y piensen por ella.

Además, este furor heroico conduce a Bruno a un desacuerdo con la realidad de su tiempo: guerras de religión, intolerancia sectaria, el poder del dinero, la incultura de nobles y burgueses, tenden­cias imperialistas, el menosprecio a la mujer, etcé­tera. Llega incluso a proponer una verdadera revo­lución de los valores humanos, mediante el derribo de aquellos entronizados por la tradición grecorromana y por la cristiana y su sustitución por otros nuevos basados en el intelecto y el trabajo humanos, lo cual lo sitúa en los marcos de la utopía re­nacentista. Empero, este aspecto de la doctrina del Nolano ha quedado un tanto opacado por su pro­pia filosofía de la naturaleza y por la forma indirec­ta y mitologizante en que aparece expresado (sobre todo, en sus diálogos La expulsión de la bestia triunfante y Los furores heroicos).

Podríamos decir, por consiguiente, que Bruno es un inadaptado, mas no por desequilibrio mental, sino por radical desacuerdo con la realidad de su tiempo, y en especial con el servilismo que ésta le pretendía imponer a cambio de una dudosa seguridad. Pero esta orgullosa afirmación de libertad, este «furor heroico» (que llega incluso a caer en una presuntuosa sobrevaloración de sí mismo), no podía menos de suscitar una corriente adversa a él por parte de quienes, de una manera o de otra, se habían, visto fustigados en su crítica, hasta el punto de intentar borrar todo rastro de su memoria.

Las fantasías

Más importante, sin embargo, para el problema que nos ocupa es pararse a considerar el valor intrínseco del pensamiento bruniano; es decir, observar la actitud que se ha mantenido ante este pensa­miento en cuanto filosofía y ciencia.

Con respecto al valor filosófico, no parece existir ninguna duda, ya que, en términos generales aun­que desde diversas perspectivas—, se acepta a Bruno como uno de los más destacados pensadores rena­centistas, sobre todo después que los factores ex­ternos a la filosofía misma (el problema de la here­jía y el de los resentimientos personales) dejaron de tener sentido o relevancia. En cambio, lo que atañe al valor científico sí resulta ser un verdadero pro­blema, pues de ello depende no sólo el lugar que deba asignársele en la historia de la ciencia (y, con él, el de toda la filosofía italiana de la naturaleza), sino también la interpretación más certera de su propia filosofía.

Por lo demás, esta cuestión toca directamente a La cena, lo mismo que al Del infinito, al De inmenso y otras obras suyas que tienen la pretensión de ser a la par científicas y filosóficas. Cosa que, por cierto, ha provocado una polémica entre los intér­pretes de Bruno.

Ahora bien, el planteamiento del problema se ha visto viciado durante mucho tiempo por un prejuicio básico, que se bifurca en dos lugares comunes: uno de ellos —entre quienes critican a Bruno— con­siste en calificar sus principales tesis como fanta­sías, y otro —entre quienes pretenden defenderlo—en llamarlas intuiciones; pero lo que, en el fondo, sustenta a unos y otros es la idea de que las afirma­ciones brunianas carecen de fundamento científico.

El origen de esta actitud ha sido expresado con gran claridad por Paul-Henri Michel, quien afirma que, si bien en los siglos pasados se rindieron homenajes a la aportación científica de Bruno, como el del jesuita Noe1 Regnault, estos homenajes fueron aislados y «en realidad la ciencia moderna no acep­to la herencia comprometedora del Nolano; no in­tentó salvar su memoria; incluso fingió ignorarla. Primero, por prudencia, sin lugar a dudas, pero también por otras razones. Si el temor a la excomunión explica en parte el silencio de un Galileo o de un Descartes, no puede ser, sin embargo, la única causa  de una desafección de un olvido que se pro­longan hasta mucho tiempo después de que seme­jante temor no tenía ya razón de ser».

Para Michel resulta comprensible que la ciencia de los siglos XVII a XIX no le rindiera homenaje ni reconocimiento, puesto que difería sustancialmente de su orientación en cuanto a los principios, al método y a los resultados. A los principios, porque Bruno desconfiaba de las matemáticas en la interpretación de los fenómenos naturales, menospre­ciando así uno de los fundamentos de la ciencia moderna. Al método, porque las teorías brunianas se cimentaban más en razonamientos metafísicos y lógicos que en la observación y la experimentación. Y en cuanto a los resultados, porque su cosmología proponía tesis totalmente inaceptables para la cien­cia de aquel tiempo: la infinitud real del universo, la inteligencia y animación de los cuerpos celestes, la innumerabilidad  de mundos, la indivisibilidad de los átomos o mónadas, la identidad sustancial de la materia, la habitabilidad de otros mundos, la no circularidad ni regularidad absolutas de los movimientos astronómicos, etcétera.

Aun podríamos agregar otra serie de factores que contribuyeron al demérito de Bruno ante los ojos de la ciencia: la fama de mágico, sus confusas descripciones geométricas, su lenguaje y los propios prejuicios de la ciencia moderna. Pero, antes de hablar de éstos, debemos hacer algunas aclaraciones respecto a los anteriores que, por cierto, Michel no puntualiza suficientemente.

En primer término, no resulta del todo exacto afirmar sin más que Bruno rechazara las matemáticas, pues, por una parte, se pierde de vista con ello el marco histórico que lo impulsó a hacerlo: la lu­cha ideológica contra el geocentrismo, que seguía siendo, pese a Copérnico, la teoría predominante y cuyo prestigio y pretensión de validez se basaban, además de las apariencias y de la autoridad de Aristóteles, precisamente en los cálculos matemáticos, que todavía astrónomos como Tycho Brahe (a quien la ciencia moderna sí rindió homenaje) se­guían perfeccionando hacia fines del siglo XVI. Por otra parte, no se trata de un rechazo absoluto, sino del carácter abstracto y cuantitativista de las mate­máticas, lo que —según él creía— las convertía en un «vano juego», incapaz de explicar los fenómenos de la naturaleza ni siquiera de ayudar a ello; de ahí que se mostrara dispuesto a aceptar otro tipo de matemáticas que, como las pitagóricas, incluye­ran lo cualitativo, adecuándose así más a la natura­leza. Además, sus concepciones eran en gran me­dida consecuencias de las teorías copernicanas, por lo cual se sentía obligado a defender éstas como váli­das, a denunciar el apócrifo prefacio escrito por Osiander al De revolutionibus, «y exponer el siste­ma, no ya como una ingeniosa construcción geomé­trica sin relación con la realidad, sino, por el con­trario, como expresión de la realidad física en lenguaje matemático»

También, en segundo término, debemos mitigar la acusación referente al método, pues si bien Bruno no basa suficientemente sus conclusiones en la observación y la experimentación, en ningún mo­mento las rechaza y no se muestra totalmente aje­no a ellas, sino que simplemente restringe su vali­dez y uso por tener su base en lo sensible. Sobre este punto es de particular interés el inicio del diá­logo I de Del infinito, donde afirma:

No hay sentido que vea el infinito, no existe sentido por el cual se exija esta conclusión; porque el infinito no puede ser objeto de los sentidos; y, por esta razón, quien quiere conocer esto por vía sensible, se asemeja a quien pretende ver con los ojos la sustancia y la esencia; y el que negase por ello la cosa, por no ser sensible o visible, vendría a negar su propia sustancia y ser. Por esto se debe proceder con cautela cuando se demanda testimonio de los sentidos; a los cuales no concedemos sitio sino en las cosas sensibles, y no sin alguna desconfianza, si no se acompañan de la razón, al juzgar. Es al intelecto a quien corresponde  juzgar y dar razón de las cosas ausentes y separadas en el espacio y en el tiempo …(Los sentidos nos sirven) solamente para estimular a la razón, para acu­sar, indicar y testificar en parte, pero no para testificar en todo, y mucho menos para juzgar o sentenciar. Por­que, aunque sean perfectos, no existen nunca sin ningu­na perturbación. De ahí que la verdad sólo en pequeña medida se dé en los sentidos, como por un débil princi­pio; pero no reside en los sentidos.

Por otra parte, Bruno es consciente de que, en cuestiones astronómicas o cosmológicas, las observaciones y mediciones resultan limitadas, tanto por la desproporción entre nuestro tiempo vital y el cósmico como por la apariencia de los fenómenos celestes; de ahí que sea necesario recurrir a diversos testimonios de distintas épocas (cosa que él hace), siendo misión del filósofo antes bien interpretar los datos que proporcionarlos.

Entremos ahora en el análisis de los otros elementos arriba indicados.

No existe pensador renacentista que, de una u otra forma, no haya sufrido el influjo de las artes mágicas, del esoterismo; lo cual es lógico tratándose de una época de crisis como lo fue el Renaci­miento. No obstante, se manifiestan diferentes acti­tudes ante este fenómeno que van desde una sim­plista aceptación hasta una repulsa no menos simplista, pasando por posiciones realmente intere­santes, y una de estas es precisamente la de Bruno. Pero, desafortunadamente, los críticos que, por lo regular, no paran mientes en matices le colgaron el sambenito de mágico.

Lo cierto es que ya en vida gozó de esta fama, atribuible sobre todo a su ars memoriae; más aún, fue gracias a su mnemotecnia como comenzó su reputación, al punto que el papa Pío V y el rey Enrique III lo llamaron a consulta por su arte, y ello fue también lo que lo encaminó al patíbulo, ya que Giovanni Mocenigo, el noble veneciano que lo en­tregó a la Inquisición, actuó pensando que el arte de su maestro era un fraude o se la ocultaba. Lo cual nos da pie para precisar que su mnemotecnia no constituía un arte mágica, sino más bien un mé­todo racional de memorización y de organización del saber, vinculado al Ars Magna de Lulio y ante­cedente del Ars combinatoria de Leibnitz.

Aunque la mnemotecnia representa el principal elemento «mágico», no es, empero, el único, pues el Notario recoge aspectos del pitagorismo, de la tradición hermética, de la cábala, del neoplatonismo, etcétera; e incluso llego a escribir, además de las mnemotécnicas, obras sobre magia corno su De magia et theses de magia. Sin embargo, no creemos que la existencia de estos elementos baste para calificarlo de mágico, pues lo significativo para el caso es la forma de concebirlos, y Bruno no sostiene nunca ante ellos una posición ingenua ni irracional; por el contrario, trata de situarse en una actitud ra­cionalista que no admite la fe, la simpleza ni lo so­brenatural.

En efecto, para él no existe fenómeno que no sea capaz de ser explicado por vía científica o que pueda salirse de los cauces naturales; lo único que admite como posible es la existencia de fenómenos naturales no comprendidos. Y es en este punto donde entra la magia, como algo capaz de provocar acontecimientos inexplicables para la ciencia en cierto nivel de desarrollo de ésta; es decir, la magia no obra milagros, sino que se apoya en fuerzas naturales insuficientemente conocidas. De ahí que el valor que el Nolano le concede a la magia sea ante todo de carácter práctico, pero sin olvidar nunca su escaso valor científico: «más pueden hacer los ma­gos por medio de la fe que los médicos por el camino de la verdad». Lo que vale tanto como decir que la magia no es valiosa por sí misma, sino por sus efectos. Por lo demás, se burla de las prácticas populares, de las «vanas supersticiones mágicas”, como los filtros de amor, la piedra filosofal, etcéte ra, que considera simples medios de vida para los engoñabobos. Por último, debernos destacar que Bruno considera —a la manera helenística— como filosofías las doctrinas esotéricas que anteriormen­te hemos apuntado.

La geometría no era el punto fuerte de Bruno, como se puede ver en el uso que hace de ella en La cena. Sus descripciones y demostraciones son en ocasiones confusas, lo que da origen a pasajes oscuros y razonamientos endebles; pero lo más grave de esto consiste en que su copernicanismo se pone con esto en tela de juicio, pues se afirma que difícilmente habría podido comprender de manera cabal el De revolutionibus sin un sólido conocimiento geométrico, con lo cual su cosmología tendría me­nos bases científicas. Con todo, resulta arduo llegar a saber con certeza qué grado de conocimientos era el suyo con respecto a la geometría.

Otro escollo en el camino del Nolano fue el lenguaje. Su revolucionaria concepción del mundo no encuentra un medio de comunicación adecuado en la terminología filosófica y científica de su tiempo, que seguía siendo en gran parte la escolástica. Le ocurre, en cierta medida, lo que a los presocráticos: su acervo terminológico resulta pobre y tienen que dotar de nuevas significaciones a viejos términos, lo cual no deja de provocar equívocos y confusiones en detrimento de una interpretación precisa de sus concepciones. La base de la terminología bruniana es la aristotélica, enriquecida con nuevas determi­naciones y con conceptos de origen platónico y he­lenístico. Mas el problema del lenguaje no se redu­ce a la terminología, sino que implica también la lucha ideológica y el estilo.

Como hemos visto, Bruno se cuida de no ser un blanco fácil para los teólogos, y trata de no serlo tampoco para los políticos. Por ello, cuando expresa críticas que considera peligrosas, procura disimularlas bajo un ropaje de oscuridad o con un tremendo aparato mitológico, que manejaba a la perfección. Y el estilo responde muchas veces a la misma necesidad: el diálogo se presta de maravilla para los juegos de palabras, las críticas ocultas y pa­ra menguar la responsabilidad de una afirmación.

Pero, con ello, mengua también el rigor aparente de la exposición y los razonamientos que parecen tener las obras escritas en forma sistemática y escueta (como sucede en algunas de sus obras latinas); sin embargo, como ha señalado Guzzo, sus diálogos no carecen de rigor y estructura interna, aunque adolezcan de falta de rigor formal.

Hemos dejado para el final la consideración de los prejuicios de la propia ciencia moderna, porque resume en cierta manera la actitud negativa de ésta ante el Nolano y nos prepara el camino para explicar la mudanza de la misma y el consiguiente resca­te.

La ciencia de los siglos pasados se sentía legítimamente orgullosa de sus logros; creía haber alcan­zado por fin el «camino seguro» de la universalidad y necesidad; pensaba que sus fundamentos eran só­lidos e inquebrantables y que su futuro estribaba so­lamente en un incremento sucesivo de conocimien­tos. Por esta razón, mantenía una actitud de olímpi­co desprecio hacía todo aquello que en el pasado o en el presente difería de su camino, como hemos podi­do ver a la luz de los distintos elementos que hemos señalado. Así, todo lo que infundiera sospechas de magia, metafísica o religión quedaba excluido del terreno científico; y la ciencia y la historia de aquel tiempo, fueron implacables por lo general a este respecto, al grado de excluir fenómenos que consideraban imaginarios. Al amparo de lo «positivo», se rechazaba lo «fantástico». Esta pos­tura extremista ha sido positiva para la consolida­ción de la ciencia, pero en ocasiones ha representa­do una traba puesta a su progreso, al convertirse en prejuicio dogmático.

El rescate

Afortunadamente, esta serie de obstáculos que impedían la justa celebridad de Giordano Bruno, se han ido superando o atenuando al cabo del tiempo por diversas razones. Las luchas de la burguesía por el poder político, trajeron como consecuencia la conquista de la libertad religiosa, y la renuncia de la Iglesia a la fiscalización ideológica de la filosofía y la ciencia. En este camino, Bruno se convierte en emblema de la lucha contra el oscurantismo religioso y pasa de la categoría de hereje ajusticiado con el beneplácito de tirios y troyanos a la de héroe y mártir de la libertad intelectual. Al mismo tiempo, el triunfo del individualismo convierte su furor heroico en modelo renacentista de libertad.

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se inicia su redescubrimiento filosófico, gracias sobre todo a Jacobi, quien destacó su enorme in­fluencia sobre Spinoza. Además, en aquel tiempo se abren nuevas perspectivas ante la historia de la filosofía, que venía siendo hasta entonces una dis­ciplina poco desarrollada; Hegel, Schlegel, Buhle, Tennemann y otros autores, en su mayoría alema­nes, lo incluyen en sus historias como uno de los autores más prominentes del periodo renacentista y como precursor de la filosofía moderna. Scheiling llega incluso a convertirlo en portavoz suyo en un diálogo que lleva su nombre.

Esta disposición propicia de la filosofía alemana clásica condujo a la búsqueda (que en nuestros días no ha concluido) y publicación de sus obras, dándole de esta manera mayor difusión. Adolfo Wag­ner edita en 1830 sus obras italianas, y aunque la edición era incorrecta, pronto se agotó; poco más tarde, en 1836, A. F. Gfrorer publica algunas de las latinas bajo el título de J. Bruni Scripta quae latine confecit omnia.

Sin embargo, será a partir de las últimas décadas del siglo pasado, en que las luchas en torno a la unidad italiana provocaron un auge del nacionalismo en Italia, cuando se abran paso plenamente el reco­nocimiento, conocimiento y difusión de la filosofía de Bruno. El Nolano se verá elevado al rango de fi­gura nacional, y, pese al descontento del papado, en diversas ciudades italianas se levantarán estatuas suyas. Se publican las dos grandes versiones críticas de sus obras, que siguen siendo la base de las nue­vas ediciones: las latinas, por Fiorentino y las italianas, por Gentile. Y aparecen numerosos es­tudios (algunos comparativos con otras figuras del Renacimiento como Telesio, Vanini, Cardano, Campanella, etcétera, que también se benefician de la corriente nacionalista), entre los cuales se desta­can los de Felice Tocco, Vicenzo Spampanato, Francesco Fiorentino, Erminio Troilo, Bertrando Spaventa, Francesco Olgiati, Leonardo Olschki Giovanni Gentile, Antonio Corsano, Augusto Guz­zo y Rodolfo Mondolfo.

Aunque en menor medida, los estudios brunianos alcanzaron también cierto auge entre autores no italianos, como Dilthey, Laswitz, Frith, Cle­mens, Cassirer, Namer y otros. Y hasta la fecha, el interés por Bruno ha seguido en aumento.

Ahora bien, paralelamente a este reconocimiento de su filosofía (en que el historicismo tuvo mucho que ver) y a los estudios biográficos, fueron ganando importancia otros aspectos del pensamiento bruniano, en especial el científico, a pesar de que la discusión de este problema girara en torno a lo fan­tástico o intuitivo de sus concepciones. No obstan­te, esto sirvió de punto de partida para el rescate del Nolano como  científico.

Mas, la gran proliferación, de estudios sobre Bruno no es razón suficiente para explicar un cambio de actitud de la ciencia hacia él, si se toma en con­sideración lo que hemos expuesto anteriormente. De nueva cuenta Michel nos ofrece una solución del problema:

Una vez más, cambia la decoración, y la obra de Bruno se presenta ante los ojos de nuestros contemporáneos dentro del marco de nuevas perspectivas. Este desplaza­miento de los puntos de vista se opera bajo dos planos distintos … el de la historia de las ciencias y el de la propia ciencia.

En efecto, la crisis de la ciencia clásica iniciada a fines del siglo pasado propició una auténti­ca revolución de métodos y concepciones que, en cierta medida, ha venido a favorecer las doctrinas del Nolano, incluso aquellas que parecían más dis­paratadas, como la de la animación e inteligencia de los cuerpos celestes. Pero lo que más ha con­tribuido a revalorar su pensamiento científico, ha sido el cambio operado en la historia de la ciencia, el cual ha sido provocado también por la crisis.

Una serie de descubrimientos de la ciencia contemporánea ha demostrado cuán erróneas eran las pretensiones y los prejuicios de la ciencia clásica, además de poner de relieve el aspecto histórico que envuelve la actividad científica. Ante esta situación, la historia de la ciencia se vio obligada a re­nunciar al carácter normativo que venía teniendo, para auspiciar, por paradójico que parezca, una interpretación histórica; es decir, un análisis concreto de los pensadores en función de su propia época y del progreso general de la ciencia.

Además, lo mágico ha dejado de ser tabú para la ciencia y la sociedad. Los fenómenos paranormales ocupan ya un sitio en la investigación científica; la antropología y otras disciplinas han incorporado la magia a su estudio; la historia de la ciencia ha abandonado sus prejuicios ante el pensamiento mágico; y la cibernética está convirtiendo en realidad el ideal de la mnemotecnia.

La cena

Si concurren tantos y, tan diversos propósitos tratados juntos, de modo que no parece que estemos ante una ciencia, sino que ora tiene sabor a diálogo, ora a comedia, ya a tragedia, acá a poesía, acullá a oratoria; aquí elogia, ahí vitupera, acá demuestra y enseña; dónde tiene algo de físico, dónde de matemático, quien de moralista, quien de lógico; en conclusión, que no existe clase de ciencia de la cual no contenga algún aspecto.

Tal vez no exista mejor descripción de lo que es La cena de las cenizas, que éstas y otras palabras del propio Bruno en su Epístola proemial. No hay tampoco mejor testimonio para conocer la suerte que corrió su publicación, que el Diálogo I de su De la causa, principio y uno, donde narra la desfavorable reacción del público inglés (fácilmente explicable para quien lea La cena). Pese a lo anterior, creemos necesario hacer una somera valoración de la obra y explicar algunos aspectos relacionados con su traducción.

La cena de las cenizas no constituye la principal obra filosófica o científica del Nolano (ya que como tales habría que considerar, respectivamente, De la causa, principio y uno y Del infinito, univer­so y mundos), pero es quizá la más interesante en su conjunto.

La cena es la primera obra filosófica y científica de Bruno, ya que las anteriores que de él conocemos son fundamentalmente mnemotécnicas o lite­rarias, aunque ya contienen elementos aislados de sus doctrinas; anuncia la «nolana filosofía» y pre­para e1 De la causa y el Del infinito, con los cuales forma una trilogía cosmológico-metafísica, base de todo su sistema; representata primera defensa radi­cal la revolución copernicana llevándola hasta sus últimas consecuencias ontológicas; contiene valio­sos datos autobiográficos, referentes sobre todo a su trayectoria intelectual; es un documento histórico sobre la Inglaterra de su tiempo; ofrece algunas innovaciones de carácter literario; y, ante todo, encierra tesis esenciales de su pensamiento científico y filosófico.

Con todo, la idea primordial de La cena es lo que podríamos denominar la «anti- física», es decir, una revolución contra la física de Aristóteles.-En efecto, la «nolana filosofía» tiene un doble pro­pósito esencial: derruir mediante la crítica el edificio de la cosmología aristotélica imperante, y construir una nueva, partiendo de las teorías copernica­nos. En pocas palabras, se trata de la auténtica «revolución copernicana», pues, como dice Capek, el adjetivo «copernicano» es inexacto, ya que «da a Copérnico el crédito que realmente pertenece a Giordano Bruno, el primero que se apartó sincera y consistentemente de la cosmología aristotélica».

Aunque podamos considerar exagerada la rectificación de Capek, no cabe duda de que Bruno cons­truye una nueva física opuesta a la aristotélica. Pe­ro nueva, no en el sentido de una ciencia experi­mental basada en una problemática distinta a la aristotélica, sino en el de una inversión de Aristóte­les. Se trata de una física especulativa, cuyas fron­teras con la metafísica son insensibles y que se mueve todavía en el marco de la problemática aris­totélica.

Esta inversión o anti-física, por tanto, no es metodológica, sino teórica, y consiste en una subver­sión constante de las principales tesis cosmológicas del Estagirita. Las tesis sobre el motor extrínseco, las esferas celestes, las esencias heterogéneas del universo, la imperfección de la materia, el geocen­trismo, la inmovilidad de la Tierra, los lugares naturales de los elementos, la finitud del universo, etcé­tera, se ven desechadas y sustituidas por sus contra­rias.,

Como se podrá  observar, la cosmología bruniana anunciada en La cena se aproxima, en líneas muy generales, a la idea que tenemos del universo en nuestros días, y si bien sus métodos no constituyeron la base de la física posterior, en cambio sus concepciones le abrieron camino, haciendo posible su triunfo sobre la ciencia escolástica. De ahí el gran valor de La cena.

El valor intrínseco de La cena de las cenizas hace de esta obra una lectura obligada para quienes se interesen seriamente por le historia de la filosofía de la ciencia, y justifica su inclusión en colecciones de clásicos del pensamiento universal. Por esta razón, se hacía indispensable una versión en lengua española de La cena, ya que de la obra de Bruno sólo han sido traducidas a nuestro idioma el De la causa y el Del infinito, ambas agotadas desde ha­ce algún tiempo.

Hemos hablado ya de las dificultades que presenta el lenguaje bruniano: oscuridades intencionales, descripciones confusas, terminología escolástica dotada de nuevos significados, falta de una estruc­tura externa rigurosa, un estilo desigual –aun en una misma obra— y barroco, etcétera. Estas y otras características tornan complejas y ricas las obras del Nolano, y en especial La cena; a este respecto nos dice Guzzo:

 

Sátira, ironía, humour —que son diferentes del sarcasmo y la mofa, aunque tampoco éstos falten—; y además, chanzas, chistes, historietas de las que –observa Dilthey— los frailes se relatan por docenas; fragmentos de vida real introducidos sin tapujos en el diálogo filosófico; estampas de mitología trazadas en tono burlesco; minuciosas observaciones que, en medio de una demostración a punto de irse a pique, devuelven la orientación; y un lenguaje libérrimo, incluso más pintoresco que el de los escritores toscanos, porque va de lo que para él es afecta­ción toscana a la naturaleza de su dialecto, escrito tal y como se pronuncia, y del ímpetu arrebatado, que hace fluir las palabras como un borbotón de oro, al trozo de valiente acometividad, montada sobre el pletórico, bus­cado y recargado estilo de la época, a veces tratado como una tarea, a veces alternado por contrasentidos irónicos que se deslizan rápidamente y desaparecen; y el dar en el latín, y el apartarse de él, con tan buen gusto como para tornar sabrosa la frase latina en cada ocasión; y las des­cripciones de personas, ambientes y situaciones, de ver­dadero pintor del gran siglo; y las narraciones, con sus momentos psicológicos, todos ellos doctos y todos verti­dos en dichos, acciones y movimientos, no por medio de un análisis discursivo, sino visualmente; todo esto, y mu­cho más que igualmente podría descubrir un análisis más profundo, es signo de un arte de tal forma rico, natural y sano, como pocos escritores, y escasamente algún filósofo, poseyeron jamás.

 

Como es fácil comprender, estos aspectos literarios de la obra bruniana no pueden por menos de reflejarse en una traducción. En la presente versión hemos tratado de conservar al máximo el estilo del Nolano y, salvo errores evidentes del original italia­no, hemos huido de aclarar los pasajes de la obra que son en el texto confusos u oscuros.

En relación con lo anterior, debemos indicar que La cena fue publicada en Inglaterra en 1584, lo cual explica algunos errores y confusiones del texto original, ya que para aquel entonces los impresores ingleses no contaban con suficiente experiencia en lo que se refiere a ediciones en lenguas extranjeras ni tenían fama internacional Precisamente por esta razón, Bruno omitió o falsificó el lugar de impresión  de sus obras publicadas en Londres.

Para la presente traducción hemos tomado como base la edición documental de Paolo de Lagarde y las ediciones críticas de Gentile y de Guzzo. Para la elaboración de las notas, nos hemos visto obligados a seguir en lo fundamental las de Gentile,  ya que en muchos aspectos siguen siendo insuperables; y cabe aclarar que casi todas las ediciones  críticas de las obras italianas de Bruno se basan en  la de Genti1e. Sin embargo, no hemos considerado conveniente limitarnos a traducir sus notas, pues algunas son estrictamente gramaticales o lingüísticas no tienen interés directo para el lector de habla española, y otras resultan demasiado extensas. Por estas razones, hemos optado en ocasiones por las notas de Guzzo cuando eran más breves, agregaban algo importante o se  resentaban más claras; en otros casos optamos por resumir las notas de Gentile; y, en raras ocasiones, hemos añadido notas ela­boradas por nosotros.

Por último, sólo nos resta agradecer las valiosas observaciones tanto del doctor Wenceslao Roces como del doctor Luis Villoro, quienes nos hicieron el favor de revisar la traducción y la introducción que presentamos ahora al público.

 

Deja un comentario